‘Supongo que era la Noche Buena de 1969 o 1970. Porque aún no sabía escribir y las peticiones al Niño Dios debieron ser verbales, al aire, en una carta imaginaria’.
POR IVONNE MELGAR
¿Qué es una ilusión? ¿La persecución de un acto de fe? ¿El gozo de una espera? ¿La emoción por un algo? ¿Una idea convenida que sobre valoramos entre muchos?
Lo pregunto ahora que dos ilusiones navideñas cercan la memoria de diciembre y sus inescapables ecos.
Lo digo recordando dos momentos en que la realidad estalló frente a mí, desarmándome.
Ilusiones rotas como una alcancía de barro sin monedas. La mía primero y la de mi hijo Santiago tres décadas después.
Supongo que era la Noche Buena de 1969 o 1970. Porque aún no sabía escribir y las peticiones al Niño Dios debieron ser verbales, al aire, en una carta imaginaria.
Aunque pudo suceder también que, en medio de la ilusión, nuestra madre tomara apuntes de nuestros deseos: un carrito de pedales para mi hermana Gilly y una bicicleta para mí. Que fueran los mismos que habíamos visto en la gasolinera de la esquina de la casa. Por favor, Niño Dios, iguales. El carrito era un caparazón plástico color mostaza y la bici en realidad era un triciclo grande.
Acaso por aquella desilusión temprana y la deliberada militancia amorosa de Martín por nuestros hijos, la compra de los regalos de Reyes para Santiago y Sebastián tuvo una de las mejores místicas que como pareja construimos.
Estábamos en Usulután, el Departamento -como se les denomina a las entidades de El Salvador- donde vivían nuestros abuelos paternos: Miguel Melgar y Rosa Brizuela.
Llegábamos en el Tren Bala que iba hasta el oriente del país. El recorrido era tedioso, por las diversas paradas que se hacían, y en ocasiones nocturno.
En esa temprana infancia las navidades fueron ahí, hasta que Don Miguel y la Niña Chita, como les decían sus hijos, se trasladaron a San Salvador.
Y creo que ese, el diciembre de la ilusión fracturada, fue el último que pasamos en Usulután.
Las vacaciones eran largas porque coincidían con el cierre del ciclo escolar y nuestros padres, Candy y Luis, eran maestros. Ella estudiaba además por las noches en la Universidad de El Salvador y él ya era parte del personal docente.
La casa de los abuelos Melgar Brizuela era amplia, con muchas puertas de madera, un largo pasillo que del lado derecho tenía los cuartos aledaños y del otro daba al jardín primorosamente cuidado por nuestros anfitriones, siempre dispuestos a atendernos.
Para Gilly y para mí, lo más importante era la enorme pila de agua en la que nos dejaban bañar todo el día, como si se tratara de una alberca.
El calor salvadoreño, acentuado en el oriente del país, justificaba aquel desarreglo doméstico que nos era permitido con cariño y alegría, pese al carácter estricto de Mamá Rosita con los asuntos de la casa.
Junto a la pila de agua había una especie de bancas de cemento, donde pasábamos la siesta cuando nos agotaba el chapoteadero y la modorra que el clima húmedo y caliente imponen.
Ese 24 de diciembre de 1969 o 1970 nos dormimos ilusionadas y corrimos a la pila de agua, imaginando que ese era el mejor lugar donde podían encontrarse nuestros regalos.
No había nada.
Lo que siguió tras el desencanto no se si fue un sueño, un diálogo imaginario, el intento de una explicación de Candy y de Luis o la pesadilla del silencio buscando un por qué.
En resumen, sin embargo, la realidad se plantó frente a mí: los gastos familiares eran grandes, el Niño Dios no existía, las niñas inteligentes debían saberlo y las hijas conscientes comprenderlo para bien de ellas y sus padres.
¿Cuándo estuve en edad de asimilar aquella advertencia? Imposible rescatar de la memoria la frontera entre el sentimiento de frustración de por qué a nosotras nos pasa eso, si nos portamos muy bien y el colofón de un razonamiento acumulado agradeciendo la radicalidad de esa máxima de que a los niños no se les debe mentir.
Y justifico la falta de claridad en mis recuerdos porque en los años siguientes, Candy y Luis escondieron nuestros regalos en el clóset y los colocaron en la madrugada del 25 en las almohadas y los espacios laterales a las camas. Eran muñecas, rompecabezas, bicicletas y patines que previamente habíamos descubierto mi hermana y yo. Pero al recibirlos, simulábamos sorprendernos.
La gratitud por esa madre hermosa que iba al centro por los juguetes del Niño Dios y se las arreglaba para revivirnos la ilusión se volvió la mejor escenografía navideña de la vida cuando me tocó la suerte de hacer lo propio.
Acaso por aquella desilusión temprana y la deliberada militancia amorosa de Martín por nuestros hijos, la compra de los regalos de Reyes para Santiago y Sebastián tuvo una de las mejores místicas que como pareja construimos: además de las cartas y las conversaciones con los niños, recorríamos almacenes, elegíamos lo que a nuestro entender era lo mejor de la temporada y diseñábamos la logística del resguardo con esmero.
Hubo ocasiones en que peinamos varias tiendas buscando alguna petición agotada por la moda y la demanda; otras en que ante la indecisión de qué modelo era más bonito, preferimos pecar de consumistas; sin faltar las dificultades para decidir cuál sería el distintivo para cada uno de los niños cuando los juguetes solicitados eran los mismos.
Qué felicidad capitalista aquella de salir a cumplir al pie de la letra las cartas a los Reyes Magos.
Alguna vez lloramos de ternura escuchando a Sebastián decirnos que sólo quería un perrito que caminara y ladrara como los de a deveras. Horas y horas buscándolo, hasta encontrar aquel cachorro que operaba con pilas.
El paraíso de diciembre se redondeaba con posadas donde nunca importó a qué candidato le ibas porque nuestra única competencia era con los demás periódicos y los compañeros de la fuente.
Y en el clímax de las ilusiones cumplidas, llegó enero quizá del año 2001, 2002, en la antesala del gran día. Ese 5 de enero llegamos de la escuela y nos sentamos a comer. Martín vendría hasta la noche. En la cajuela de su carro estaban los regalos.
Serio, Santiago me miró a los ojos y dijo un largo Mamá. ¿Qué pasa mi vida?, pregunté.
“Sólo quiero saber si los papas son los Reyes”.
Ahora que trato de imaginar mi triste y desolado rictus intento abrazarme, más aún ante la impotencia de mi sinceridad sin filtro, acaso marcada por mi propia infancia.
“Sí, Santi”, respondí impactada.
El niño se paró de la mesa recriminándose haber sido un bobo, esa palabra utilizó, frente al compañero que se encargó de romperle la ilusión, retándolo a probar la verdad.
Esa tarde el agobio de una nueva realidad se hizo cargo de mi descubrimiento: no estaría en mis manos evitar el descalabro de los que amo.
Ilusión, según la REA: “Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”.
De entonces a la fecha, nuevas ilusiones nos unen: la canción y las palabras que cada uno tiene para describir el ciclo que termina, las comilonas, los regalos elegidos con el mejor amor posible, el juego de las confesiones y la imaginación de un mejor año.
Porque de las ilusiones perdidas y pendientes sigue estando hecha la vida y la feliz navidad que siempre esperamos tener.
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