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Los juguetes, objetos que son ‘lo que tú quieras que sean’

Los objetos imborrables. Los que se quedan en la memoria para la eternidad. Los que mutan a historia. Los que se llevan dentro, muy dentro.

POR RIVELINO RUEDA

Ramoncito tuerce el cuello hacia la izquierda. Luego a la derecha. No le encuentra forma al robot que arma. El chamaco entrecierra los ojos y tantea en la imaginación. Las grasientas piezas multicolores de lego todavía están salpicadas del pestilente caldo concentrado que abortó el camión de la basura en esa callecita de la zona de Observatorio.

El chamaco se rasca la cabeza a rape y dibuja unos arañazos en el cuero cabelludo. Allá a lo lejos se suspenden las cabinas del Cablebús que bajan a Los Pinos y las que suben a Santa Fe. Ramoncito observa emocionado el equilibrismo de los teleféricos que se deslizan sobre el Panteón Dolores y cambia de idea.

–¿Y si mejor armo uno de esos coches que van volando? –pregunta el niño a su padre, que hurga un montículo de basura a unos metros del nene.

Ramoncito recibe como respuesta el silencio del señor de bigote espeso, cejas pobladas y ceño fruncido que mete a un costal las preciadas latas de aluminio, las botellas de vidrio y uno que otro cartón humedecido. El hombre se descuelga de la oreja izquierda un cigarro a medio terminar y lo cala con profundo placer. Las volutas de humo envuelven su rostro.

El nene paladea al papá con la mirada. Lo estruja con sus pupilas brillosas de unos seis años y clava sus diminutos dedos en una bolsita de pepitas de sal tostadas. Ramoncito se lleva un puño de semillas a la boca y replantea su duda.

–¿O son helicópteros, pá?

–¿Qué? –responde por fin el padre del pequeño y suelta una bocanada sanadora de alquitrán y resina.

–Los de allá arriba– señala Ramoncito al pedacito de cielo que pende en azul metálico sobre la Tercera Sección del Bosque de Chapultepec.

El hombre entorna los ojos. Le da un último ‘jalón’ al cigarrillo antes de lanzarlo con fuerza al piso. Con los dedos medio y pulgar de la mano derecha, amarillentos de nicotina, se acicala el espeso bigote. También tantea en la imaginación. En la respuesta. Una bóveda se abre en su mente y clarifica la mirada.

–Son lo que tú quieras que sean.

Ramoncito observa a papá. Luego voltea hacia los helicópteros, los autos voladores, los teleféricos, los teroláctidos, los enormes pájaros sin alas, las avispas gigantes sin aguijón, los elefantes trapecistas boca abajo, el tendedero de mamá con colmenas andantes, la cuerda floja de seres gigantes, rascacielos trasladándose a otro lugar, vagones del Metro escurridizos…

***

La imaginación que metamorfosea. El reloj en una vertiginosa marcha atrás. En los espejos el reflejo del chamaco y del anciano. Los mismos. Viéndose las caras.

La inmensa caja de cartón que envolvía un regalo navideño. La mutación de ese cubo corrugado en un auto de carreras, en avión supersónico, en nave espacial que tiene la misión de llegar a Saturno, en portería futbolera, en refugio nocturno, en escondite.

El encargo a Santa o a los Reyes, arrumbado a las dos semanas. La cocina de moda. La muñeca de última generación. La autopista con tres puentes y cuatro rampas. El flamante auto inalámbrico. El robot parlanchín. El tren eléctrico con sus diez vagones. Todo en un rincón. En el olvido. La imaginación vence. La metamorfosis de los envoltorios cobra vida.

Reventar las tiras de burbujas de plástico. Paladear su sonido. Inhalar y exhalar el intenso traqueteo de esos pequeños planetas transparentes que estallan entre las uñas. Blandir, como espadas medievales, los postes de cartón de los regalos más grandes. Luchar a muerte contra ejércitos imaginarios. Defender la fortaleza. Vencer al dragón de las mil cabezas.

Los objetos imborrables. Los que se quedan en la memoria para la eternidad. Los que mutan a historia. Los que se llevan dentro, muy dentro. Los que saben a flan y azúcar quemada. Los que desprenden el aroma de noches en vela. Los que ahuecan el ruido de la radio ya entrada la madrugada. Los que “son lo que tú quieres que sean”:

El barco perdido en mares jamás surcados; el balón del ‘Diego’; el último reducto estratégico en la batalla de soldados de plástico; el ring de lucha libre con los gladiadores impávidos que surtían en los mercados del barrio; la ventisca de nieve provocada por los gusanos de unicel que reforzaban la protección de los ‘regalos frágiles’; el submarino que serpentea por océanos lunares; la caverna para pensar, para cavilar, para imaginar cómo será uno de adulto, de anciano…

***

La Navidad se anticipó más que en años anteriores. El desmonte de adornos, de atuendos, de rituales fue vertiginoso. Todavía no se acababa de remover la bandera y saborear el pozole cuando ya estaba el dulce de calabaza y La Catrina.

Todavía se estaba sacudiendo el azúcar del pan de muerto de la mesa y removiendo las flores de cempasúchil del altar y esos sitios ya fueron invadidos por extensiones de luz para el árbol navideño, esferas, flores de nochebuena y penetrante olor a ponche.

Desde el 3 de noviembre los santacloses ya cuelgan de barandales, ventanales y balcones. Enormes muñecos de nieve se asoman al precipicio de los veintitantos grados centígrados en una ciudad donde el otoño es verano y la primavera invierno.

Las cajuelas de los autos se abren aquí y allá. En esos puntos se venden todos los accesorios decembrinos habidos y por haber, para que algún despistado comience la cuesta de enero desde la primera quincena de noviembre.

Las y los nenes observan impasibles los techos de sus cuartos. Meditan. Calculan. Imaginan. Preparan papel y lápiz. Las frases precisas. Las palabras correctas.

Debajo del árbol de Navidad. Dentro de un zapato o de un calcetín. En un globo de helio que buscará driblar millones de enjambres de cables. Sobre los sillones o las mesas. En los buzones de correo. Las cartas dirigidas a destinatarios únicos. Que un teléfono móvil. Que un patín del diablo eléctrico. Que la muñeca de última generación. Que una patineta. Que un peluche de ajolote. Que un dinosaurio…

Y al final lo que queda es el envoltorio, la caja de cartón, la imaginación…

***

Ramoncito voltea a ver las piezas de lego desperdigadas en la banqueta. Cavila unos segundos. Luego responde a su padre:

“Ya sé. Voy a hacer a ‘El Chato’ en un barco. Porque los perros viven en el mar cuando se mueren, ¿verdad, pa?”

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