Ciudad de México, septiembre 1, 2025 08:06
Revista Digital Septiembre 2025

La chica de la mini-moto azul

“No puedo negar que durante la secundaria fui la chica más popular de la cuadra y alrededores, sobre todo porque nunca fui envidiosa y prestaba la mini moto a mis cuates cuando me la pedían…”

POR PATRICIA VEGA

Pocos regresos a clases recordaré con tanta intensidad y alegría como el que marcó mi paso de la primaria a la secundaria. Es decir, mi paso de la escuela Helena Herlihy Hall que estaba en la colonia Roma, a la escuela Margarita de Escocia, ubicada en Polanco, frente al Auditorio Nacional. Ambas escuelas eran de tipo privado, pertenecían a la tradición educativa inglesa y eran de carácter religioso, católicas para ser más específicas.

En realidad, el cambio de dirección entre los dos planteles no me afectó demasiado debido a que en esa época vivía en una pequeña calle de la colonia Cuauhtémoc, a un par de cuadras de la avenida Reforma. Digamos que ambos planteles estaban equidistantes de la casa y si se le complicaban las cosas a mi mamá, podía llevarme a cualquiera de las escuelas mencionadas, caminando.

         Lo que viene a colación es comentar aquí que la acostumbrada fiesta de graduación de la primaria fue sustituida por otro premio:  el viaje de una semana a Disneylandia organizado por las propias monjas del Helen y que era, para nosotras, niñas de unos once o doce años, la cereza del pastel. Así que las vacaciones del verano de ese año –1970, si no me falla la memoria– representó para mí un cambio radical debido a la inauguración, de manera oficial, de esa etapa de rebeldía preadolescente en la que me volví insoportable y poco dispuesta a seguir siendo la típica niña bien portada. Sin sospecharlo siquiera me acerqué a grandes zancadas a mi primer acto formal de rebeldía.

         Les cuento que el apetitoso y soñado viaje a Disneylandia tuvo un costo total de cinco mil 800 pesos que cubrían los gastos de un acompañante y todo lo habido y por haber. Mi papá acudió al Helen y liquidó la cifra con dinero en efectivo. Sin embargo, a pesar del consentimiento y buena voluntad de mi padre, y de que mi pasaporte con visa americana estaba en regla, terminé por quedarme vestida y alborotada. La posibilidad de viajar se esfumó en el aire por la sencilla razón de que no hubo una persona adulta que me acompañara en el viaje –mi madre trabajaba—y viajara conmigo en calidad de tutor mediante la firma de una carta responsiva. Y esa era una de las principales condiciones que pusieron las monjas del Helen para que las niñas formaran parte de la excursión con la que celebraríamos no sólo el fin del año escolar sino de la educación primaria.

         Por alguna razón que no recuerdo con claridad, las monjas me regresaron a mí la cantidad que mi papá ya les había pagado. Y como ese dinero estaba destinado a ser mi premio por haber terminado la educación primaria, di por hecho que esa lanita era para mí y que yo podía disponer libremente en qué gastármela. Así que ni tarda ni perezosa, me fui yo sola por mi cuenta a una tienda de motocicletas que estaba en la avenida Insurgentes norte, pues quería ver físicamente las características de unas mini-motos que constantemente anunciaban en la televisión. Sin mayores trámites elegí una mini moto Carabela color azul turquesa, de 125 cc, que lograba levantar entre 40 y 60 kilómetros por hora, dependiendo de si tenía tope de seguridad o no. Dejé pagados tres mil 200 pesos que costaba –hasta me sobró una buena lana—dije que era un regalo sorpresa para una hermana mayor que se llamaba Patricia Vega –¡ay, mentirosilla yo desde chiquilla!— y di la dirección para que entregaran la mini moto en mi domicilio.

         A los pocos días sonó el timbre de la casa, mi mamá abrió la puerta a quienes le preguntaron si ahí vivía la señorita Patricia Vega, y para su sorpresa descargaron la mini-moto azul turquesa, la dejaron en la banqueta, frente al garaje de la casa, ante una señora, mi madre, que miraba con incredulidad, lo que acababa de suceder.

         –Patriciaaaaaaaa, ven acá, la oí gritar.

         Lo hecho estaba hecho y convencí a mi mamá de que me dejara quedarme con la mini moto bajo algunos acuerdos que yo tenía que cumplir: no salir a la calle cuando estuviera lloviendo y sólo estaba autorizada a dar vueltas a la manzana y podía usar el arroyo de la banqueta. En ese tiempo las calles y el tráfico en la ciudad eran otra cosa, un paraíso que ahora se ha perdido. De alguna manera mi mamá se quedaba tranquila porque de una manera bastante regular me oía pasar frente a la casa con el run-run poco estridente de la mini moto.

         Sin que mi mamá supiera, le boté el tope de velocidad a la mini moto y me sentía la muy muy, montada en ella. Cada vez manejaba la Carabela con mayor rapidez y me iba más lejos. Llegué a escaparme hasta el entonces de moda Zona Rosa y algunas veces me fui a la escuela secundaria montada en mi mini moto, circulando por la avenida Reforma.

         No puedo negar que durante la secundaria fui la chica más popular de la cuadra y alrededores, sobre todo porque nunca fui envidiosa y prestaba la mini moto a mis cuates cuando me la pedían.

         Por el rumbo estaba la imprenta de los papás de Yólotl Xóchil Calderón, quien años más tarde se convertiría en la periodista feminista que hoy conocemos, al igual que yo. Aunque por periodos largos nos perdimos mutuamente la pista, nuestra amistad prevaleció. Y la adolescencia ha sido muchas veces tema de una conversación que ha durado todos estos años. Un día nos reencontramos ya siendo ambas periodistas y Yolo se acordó perfectamente de esos días en los que me veía pasar como chiflido, montada en la mini moto azul turquesa que todos y todas también querían manejar.

“Ahí va la Vega, ni quien la detenga”, solían decir al verme pasar.

         Sin plena conciencia de ello, ese fue uno de mis primeros actos de rebeldía en una época en la que las muchachitas ya andaban con novios, mientras yo era feliz al perderme en mi mini moto a toda velocidad por las calles de la colonia Cuauhtémoc.

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