POR MARIANA LEÑERO
Jugar contra Chucho y Eugenia era como aventarse al precipicio sin paracaídas. Bonito el airecito durante la caída, pero doloroso el madrazo acomodado al final.
Mariana Leñero
Vamos a jugar dominó. No hay mejor frase para los aficionados a este juego que ésta. Como niño salivando por un helado, el jugador de dominó se lanza en éxtasis a la mesa de juego que lo espera impaciente.
Cuando el jugador de dominó sabe que va a jugar, sus sentidos se despiertan del sueño que trae la vida. En la mesa no hay comida, pero hay fichas que huelen como galleta recién horneada: un manjar. La mesa de dominó es para los aficionados lo que para un chef es un banquete.
El dominó es parte de mi historia pero lamentablemente desde que me vine a vivir a Estados Unidos me tuve que poner a dieta. La falta de dominó se colgó como lastre a la soledad que me acompañó los primeros años de vivir en este país.
Extrañé las largas noches bañadas de humo, tequila, albures y desveladas. Amigos que jugábamos sin falta dos veces a la semana: los domingos en la Casa del Teatro y los martes en la casa de mi hermana Eugenia.
Con el pasar del tiempo me fui acostumbrando a la hambruna. De forma similar a lo que sucede con las pérdidas que trae la madurez, el nacimiento de los hijos, los accidentes, las enfermedades, la muerte. Toca atrapar el recuerdo de lo que fue y revivirlo desde otro lugar.
Siempre tendré presente las partidas entre mi hermana Eugenia, mi cuñado Jesús y mi papá. Los torneos de Cuernavaca. El torneo de Diciembre, de Semana Santa, de Verano. Manjares celebrados en la mesa de mármol que mi papá mandó hacer para que jugáramos. Mi papá y yo jugábamos juntos y la mayoría de las veces, por no decir siempre, perdíamos.
Jugar contra Chucho y Eugenia era como aventarse al precipicio sin paracaídas. Bonito el airecito durante la caída, pero doloroso el madrazo acomodado al final.
Pero no desistíamos. Sin falta, a las ocho de la noche con whisky en mano, caballito de tequila y varios paquetes de cigarros, iniciábamos la partida. Nadie de la familia se nos acercaba. No sólo porque no les hacíamos caso sino para evitar que los tratásemos como meseros.
Muchas veces jugábamos mejor que ellos; podíamos adelantarnos a las jugadas y saber qué ficha tenían los otros; pero aun así perdíamos.
–Esto es ridículo, nos decía Eugenia mirándonos con compasión.
Durante las partidas, masoquistas e ingenuos nos lanzábamos palabras de aliento.
–Ahora sí Mayita, carrera del indio y les ganamos.
Cuando nos atrapaba la madrugada, la única sensata era Eugenia. ¡Basta! Nos gritaba como mamá gritándole a su hijo berrinchudo.
–Una más, Chaparrita. Le imploraba Jesús con mirada coqueta.
Yo lo acompañaba con súplicas melosas. Mi papa más respetuoso, por no decir hipócrita, miraba a Eugenia con falsa cara de comprensión; pero no se movía de la mesa. Si teníamos suerte exprimíamos unas cuantas partidas más pero nunca nos era suficiente.
Cuando terminaba la masacre, impregnado de cigarro, con la camisa manchada de salsa de las quesadillas que Cele nos hacía y que comíamos sin levantarnos de la mesa y sin parar el juego, mi papá se despedía con su predecible frase:
–Nos chingaron Mayita. Son re buenos. Pero mañana nos reponemos.
Mientras nos subíamos a dormir, como siempre mi padre y yo analizábamos las jugadas más significativas. Revisábamos los puntos con sus diferencias estratosféricas.
–Si mañana les hacemos cinco zapatos, varias justillas, quizás los alcanzamos. Me decía esperanzado.
En todos esos años Chucho, Eugenia y mi papá construimos una complicidad especial. Las noches de dominó, perdiendo o ganando, las disfrutamos igual que como se disfruta una mano sin fallas, un cierre cuando los contrincantes están “cargados”, un pase al de tu derecha…
Cuando mi padre enfermó y regresó del hospital, jugó unas cuantas partidas más. La del honor. Ahora era él quien terminaba temprano los partidos.
Las últimas partidas que jugó fueron una forma de honrar su pasión por el dominó y de despedirse de nosotros.
Definitivamente, si existe el cielo, sé que mi papá está haciendo la sopa para que los tres juguemos de nuevo. Sólo espero que Eugenia y Chucho ya no nos hagan “zapato”.
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