La pura nostalgia

El Clasico de Otoño en NY. En los cincuentas del siglo pasado. Foto: especial..
“Con el paso del tiempo los recuerdos de personas, vivencias, lugares, se volvieron espectros en mi mente. No me aterra: lo disfruto…”
POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI
El Otoño me gusta por nostálgico. Más que una estación del año, es la antesala de lo que ya no está, el umbral donde lo vivido cobra una densidad etérea. Tiene colores ocres porque no se atreve a definirse. Ni verde ni blanco. Me recuerda vivencias, épocas, eventos. Es mágico pero es también paradójico. En octubre nací, una mañana lluviosa, y en octubre, 24 años después, estuve cerca de morir. Con el otoño llega la Serie Mundial del béisbol, mi deporte favorito… pero inicia un largo ayuno para los fanáticos del Rey de los Deportes como yo, que se prolonga hasta bien entrada la primavera. Con el “cordonazo de San Francisco”, dicen las consejas, termina cada año justo el 4 de octubre la temporada de lluvias (que esta vez ha sido de diluvios). Y de la frescura de los últimos aguaceros pasamos de golpe al hastío del estiaje: la sequía de color de paja mientras nuestros difuntos se aprestan para su viaje anual de temporada.
Todo eso –y más—es el encanto del otoño.
Todo y nada, porque fuera de mi memoria todo lo que recuerdo no existe más. Fue. Estuvo. Se había ido. Siempre en pasado o en pretérito pluscuamperfecto… Como la añoranza por las transmisiones radiofónicas de la Cabalgata Deportiva Gillette, a cargo de Eloy “Buck” Canel y Pedro “El Mago” Septién, los cronistas del Clásico de Otoño en español, se quedó en mi memoria desde aquellos mediodías de emoción sin límite que vivíamos algunos compañeros del Instituto Patria, en los años de Secundaria. Alguien cargaba desde su casa con un radio de onda corta que colocábamos en alguna de las mesas de ping pon que había en el patio y tras una a veces tortuosa labor de sintonía surgía la voz inconfundible del narrador argentino criado en Nueva York que hablaba como cubano y que a partir de 1936 narró 42 series mundiales consecutivas, alternando con el derroche de anécdotas, estadísticas y frases célebres de nuestro admirado al autor de frases como “Esto no se acaba hasta que se acaba” o “Nunca le des una oportunidad a los Yankees”.
También me recuerdan las tardes otoñales mi otra gran afición, la taurina. De los años cincuenta, sesenta y ochenta del siglo pasado provienen mis más remotas referencias. La Temporada Grande en El Toreo de Cuatro Caminos o en la Plaza México iniciaba precisamente en el mes de octubre, justo cuando las lluvias, literalmente, habían cedido la plaza a esos atardeceres tibios y dorados que competían con la arena del albero taurino. Alcancé a ver torear a diestros hispanos como Joaquín Rodríguez “Cagancho”, Joaquín López “Chicuelo”, Jumillano, Luis Miguel Dominguín, Julio Aparicio, Antonio Ordoñez. Miguel Báez “Litri”, Cagancho y desde luego, ya en los setentas, a Paco Camino, Diego Puerta y El Cordobés. Y a las principales figuras mexicanas de entones, Luis Castro “El Soldado”, Jesús Solórzano, Luis Casteo “El Soldado”, Luis Procuna, el “Ranchero” Aguilar, Joselito Huerta, Rafael Rodríguez, Manuel Capetillo, y por supuesto Manolo Martínez y Eloy Cavazos. Todo ese ambiente en torno a las hoy proscritas corridas de toros –que iniciaba al mediodía dominical con el sorteo y el enchiqueramiento de los toros y la misa en la capilla de la plaza– era presidido por supuesto por mi padre, don José Ortiz y Ortiz, cronista taurino de cepa de cuya mano literalmente entré por primera vez a una plaza de toros. Todo eso no existe más. La mayoría de esos toreros están muertos. Ya hasta la fiesta está proscrita en mi ciudad.
También se prestaban las tardes sabatinas del otoño a los legendarios días de campo familiares que encabezaba precisamente papá. En una gran canasta colocaba mi madre Emily los utensilios y Las viandas necesarias, aunque a menudo éstas se complementaban a última hora ya fuera con un pollo asado de Los Guajolotes o Pollos Río, unas carnitas del Grano de Oro o, en los días especiales, una barbacoa de Arroyo. Don José llevaba siempre su estufita de gasolina blanca marca Coleman, –pertrechos de los marines gringos en la Segunda Guerra Mundial–que servía lo mismo –con un comal– para calentar las tortillas que para calentar el agua para el café, al final del convivio. Los lugares favoritos para esos paseos eran el Desierto de los Leones, la Marquesa, el rancho El Batán de Texcoco o alguna trajinera por los canales de Xochimilco. Hoy mis padres se han ido y mis dos hermanos mayores también.
Y las idas al centro de la ciudad, de compras con mis padres. Inolvidable la magia de la juguetería El Jonuco, en el mero portal del zócalo; las grandes tiendas departamentales, el elevador del Centro Mercantil, las medias noches del Sidralí, en Madero y Palma. Ya no existe ni el Jonuco, ni el Centro Mercantil, ni Sidralí.
Por supuesto que recuerdo con melancolía mis años infantiles en la colonia Cuauhtémoc (la calle Rio Ebro, la calle Río Po) los programas de Cri Cri y el Doctor IQ en la XEW, la ofrenda del Día de Muertos, el hilito frío que me recorría el cuerpo por la proximidad de los exámenes finales y, en contraste, la ilusión por las Navidades que en el otoño se acercaban, todo por alguna razón referenciado a los meses otoñales y a la certeza de lo ya invisible… por ausente.
Con el paso del tiempo los recuerdos de personas, épocas, vivencias, lugares, se volvieron espectros en mi mente. No me aterra: lo disfruto.
Es la pura nostalgia.