Libre en el Sur

La vida que ya fue

“A mi abuela, de 82 años, no hace mucho que se le acercó El Caballerito. Un señor de 76, que, según ella, olía muy rico y vestía con camisa formal y pantalón vaquero”.

POR ALEJANDRA OJEDA

Me gusta mucho pensar que nunca voy a dejar de sentir las hormiguitas recorriéndome los huesos. Que a los 80 años nadie me quitará el poder disfrutar de mi cuerpo, de los besuqueos y del sentir, aunque ya no me pueda mover. A veces creo que unos duendes malvados roban la sexualidad de los cuerpos envejecidos con razón de recordarles que su vida ya terminó, que ahora solo toca esperar. Quizás pasan veinte o veinticinco años (que son los que llevo yo vividos) sentados en la silla de la sala, con las manos en el regazo y la mirada en un punto fijo. Adoptan forma de mueble y te dicen ven a verme, úsame, cuidame que ya estoy viejo, y sus cuerpos se van fundiendo lentamente en las maderas de los bancos de la calle Triana.

A mi abuela, de 82 años, no hace mucho que se le acercó El Caballerito. Un señor de 76, que, según ella, olía muy rico y vestía con camisa formal y pantalón vaquero. Ella estaba tomando un café en el club de natación antes de entrar a la clase de aquaerobic cuando él, con la siempre sorprendente confianza varonil,  empezó la conversación comentandole algo sobre los arreglos que le estaban haciendo a las piscinas. Por lo visto, El Caballerito (mi abuela se niega a confesarme su nombre real) hacía mucho que no iba a aquel bar, pero desde que ella le dijo los días que tenía su clase de aquaerobic, para cuando llegaba, él ya la estaba esperando sentado en la mesa con su café recién pedido y calentito.

En esos días, mi abuela también se empezó a poner más coqueta, se hacía los rulos bien prontito por la mañana, se dejaba las uñas arregladitas y se perfilaba mejor los labios. Al verse, hablaban de la ciudad y lo que ha cambiado, de la época del colegio, de las costumbres que ya no están y de que no están seguros de si quieren que vuelvan. Él decía que nunca había conocido a nadie como ella, y mi abuela no lo entendía: “no sé qué es lo que veía de extraordinario, porque cosa más normalita que yo no creo que haya…”

Poquito a poquito fueron quedando por las tardes, un día iban al cine, otro día  a una terraza y mi abuela cada vez tomaba más café e iba menos a aquaerobic. Pero El Caballerito se fue poniendo melosillo. Insistía en ir a hablar a alguna de sus casas y ella se negaba “ay mi niño yo no estoy ya para eso”, aunque estoy segura de que algún besito tuvo que haber. Pero más que caricias le reclamaba tiempo, a él le molestaban las tardes que  pasaba con su familia, los sábados de cumpleaños o los días en los que la avisamos para dar un paseo. “Poquito más y se plantaba aquí con la maleta para mudarse conmigo”, me dijo.

En realidad, tenían vidas muy distintas, una pensaba que la suya ya había terminado, mientras el otro reclamaba un comienzo de raíz, un nuevo noviazgo, una convivencia y si me apuras hasta un casamiento.  Él decía que no entendía sus negaciones y ella le respondía que su vida ya fue, que ella ya besó, ya se casó, ya cocinó y cuidó hasta hartarse… Ahora lo que le queda es ver el nuevo mundo a través de lo que sus hijas y nietas le contamos, y acompañarnos hasta donde sea que  le alcancen las fuerzas.

Al final se pelearon, claro está. Él pensaba que mi abuela tenía una forma de vivir demasiado tradicional, y ella que él quería cosas que ella no podía ni quería darle. Además, una vocecita le decía a mi abuela que El Caballerito sólo estaba buscando a alguien que le cuidase en sus años más delicados, como le había pasado a una amiga suya no hacía tanto tiempo.

En el caso de mi abuela, yo sé que hay muchas cosas que no hace porque cree que ya pasó el momento de hacerlas. Pero también creo que es ahora, cuando por primera vez, tras haber fallecido mi abuelo y emancipados todos sus hijos, es dueña de su propia vida. Es el momento de dejar la casa como ella crea necesario y cocinar siempre lo que le apetezca. Quiero verla yendo al cine con las amigas o pasando todo un día en camisón viendo la tele y con el pelo enredado. Quiero verla disfrutar de la comida porque ya nadie espera nada de su cuerpo y que le de igual cuando le echan la  bronca porque ella ya no está para esos mareos. Quiero que viva en la vejez y que tan sólo el día que deje de respirar piense en todo aquello que ya, sí que sí, no va a poder experimentar.

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