Compartimos nuestras tardes con ella. Nos ha llevado a hacer algunos sacrificios en nuestra cómoda vida sin hijos. Sin embargo estos sacrificios se sienten como regalos con el placer de ser felices junto con ella por pequeñas cosas.
POR MARIANA LEÑERO
Ese amor ridículo que se tiene a los perros. Al menos así lo pensaba cuando oía hablar por horas a mis amigos de sus queridas mascotas. Sin embargo un día, sorpresivamente me sumé al equipo. Desde mayo ando babeando por Luna. Sacando foto tras foto y compartiéndolas con todo a quién se deje y también con quién no. Ridículo pero real.
Ahora, cada vez que Regina y Sofía nos visitan y luego se van, las semanas de tristeza se han reducido a días. Nuestros ángeles han partido pero Luna llegó para quedarse. De dos nos convertimos en tres. Ricardo y yo compartimos nuestras tardes con ella. Nos ha llevado a hacer algunos sacrificios en nuestra cómoda vida sin hijos. Sin embargo estos sacrificios se sienten como regalos con el placer de ser felices junto con ella por pequeñas cosas: un paseo, un muñeco, un hueso, un abrazo.
Luna, es como dice Sabines: “…mejor amuleto que la pata de conejo: sirve para encontrar a quien se ama, para ser rico sin que lo sepa nadie.”
Tengo que aclarar que la experiencia en este campo no había sido satisfactoria en nuestra familia; más bien la experiencia había sido traumática. Hace más de 12 años llegó a nuestra casa un perrito maltés de carita dulce y de cuerpo esponjoso: Dorito. Luego se ganó el apodo de Frito por su temible personalidad. De esponjoso no tenía nada. Si lo mirabas de cerca, si lo querías abrazar o sacar a pasear, se convertía en dragón. Sus ojos echaban fuego y sus colmillos se acomodaban a atacar al compás de su gruñido. No nos visitó un ángel sino una fiera que en algunas ocasiones nos llevó a visitar el hospital.
Por varios años me creí capaz de revocar la maldición. Me volví ferviente seguidora de César Milán, el entrenador de perros que en esos días estaba en la cima del éxito. Le escribí dos cartas a las que jamás contestó. Si César no venía a mí, yo iría a él leyendo y memorizando sus lecciones. Sus libros y su revista se acomodaron activamente en mi mesita de noche.
“No hay perros malos sino dueños”. Así fue que mi autoestima se hacía chiquita, chiquita por cada fracaso en domarlo. Mi seguridad sufría al encontrarme con la mirada de mis hijas que me veían con compasión y desconfianza. Efectivamente, la mala era yo.
“Sé el líder de la manada”. Pero de líder yo solo tenía la intensión.
“Las caminatas diarias calman y hacen felices a los perros”. Frase que me repetía como mantra, mientras jalaba la correa de Dorito quien se empeñaba a poner su trasero en el piso, echando fuego por los ojos.
Después de varios intentos comprobé que eso de ser autodidacta no era lo mío. Me gasté una fortuna en entrenadores. Tampoco funcionó.
Ricardo más que miedo le tenía rabia. Ahí andaban los dos marcando territorio. Siempre pensé que esas peleas de poder contribuyeron a que la personalidad neurótica de ambos aflorara. Sus encuentros ponían en peligro la armonía del hogar.
Fue hasta cuando sus colmillos intentaron colgarse de la yugular de Sofía que decidimos despedirnos de él. Aceptar que la mala soy yo y que no tengo el temple de un líder de manada, es fácil, pero con mi hija nadie se mete. Dorito se fue a una granja donde no podría hacerle daño a nadie, o al menos eso me dijo Ricardo. Decidí creerle.
Por eso la presencia de Luna ha tenido un impacto importante en nuestra familia. Se rompió el maleficio. El recuerdo traumático afloró los primeros días y nos costó trabajo creer en su inocencia. Pero Luna se empeñó a demostrar que la vida con un perro te lleva al cielo. La soledad se convierte en agua de horchata y las risas te acompañan en el aquí y en el ahora. Nos visitó un ángel, un ángel que llegó para quedarse.
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