POR DANIEL ROSEMBERG CERVANTES
Hoy hace 35 años, a las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, un terremoto destruyó áreas enteras del centro del país. Hasta hasta la fecha no sabemos cuál fue el saldo real en términos de vidas humanas y recursos, pero la sociedad comprendió casi inmediatamente que la corrupción, la negligencia y la ineficiencia del gobierno incrementaron de manera considerable la magnitud de la catástrofe. Se trató del parteaguas de la sociedad civil organizada, y el principio del fin de un régimen autoritario.
Hoy tenemos logros en materia electoral, transparencia y derechos humanos que no pueden ser entendidos sin la participación y el involucramiento constante de las organizaciones de la sociedad civil.
Sin embargo, el panorama no es nada alentador. Contar con una A.C. que pueda profesional, financieramente sostenible y que cuente con ciertos incentivos fiscales, es una tarea sumamente costosa que resulta inaccesible para muchas personas. Los recursos públicos concursables directamente a organizaciones han ido disminuyendo desde 2013 y el presupuesto de este rubro para 2020 es simplemente nulo. A todo esto, habría que sumarle los asesinatos de periodistas y activistas, lo que en su conjunto implica una reducción del espacio cívico.
Valgan estos días en que veremos imágenes de los famosos Topos y rescatistas de los sismos para preguntarnos ¿cómo hacen para financiar sus actividades, estar en constante capacitación, llevar el sustento a sus hogares? O de plano, ¿es algo que podría hacer mejor el gobierno? Es decir, las OSC no son meros intermediarios de recursos públicos entre el gobierno y la sociedad sino, en muchos sentidos, actores estratégicos que pueden multiplicar sus resultados, contribuyendo con su experiencia y conocimiento.
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