Ciudad de México, octubre 8, 2025 16:57
Revista Digital Octubre 2025

Leyendas coloniales

“Mi morbo llegó al grado de que ponía el despertador a las 12 de la noche con el propósito de empezar a leer, a esa hora, los relatos terroríficos que se acumulaban en manoseadas historietas que sacaba de debajo de la cama”.

POR PATRICIA VEGA

A la mitad del ciclo escolar del año 1967 ingresé al cuarto año de la educación primaria en la escuela inglesa Helen Herlihy Hall dirigida por mojas católicas de origen irlandés y ubicada en ese entonces en la colonia Roma de la capital mexicana. De acuerdo con el testimonio anónimo de una exalumna del “Helen” –recogido en un brevísimo recuento histórico sobre la escuela– la mayor parte del cuerpo estudiantil estaba integrado por jovencitas de ricas familias de provincia. 

En otras ocasiones ya he comentado que nací en la ciudad de Tijuana. Sin embargo, mi familia me trajo a vivir a la capital mexicana por un periodo más largo que el acostumbrado y que abarcó el término de las enseñanzas primaria y secundaria. El entonces Distrito Federal no me era del todo desconocido pues generalmente solía pasar en esta ciudad periodos más breves o vacacionales.

Estos antecedentes vienen a cuento porque como una norteña que provenía de una cultura del mar y del desierto con un antiguo pasado nómada, de niña no estaba familiarizada con la riqueza histórica y arquitectónica de la que fuera la capital del territorio de la Nueva España durante la etapa colonial, siglos antes de que estas tierras se convirtieran en el país que hoy conocemos como México.

Especial.

Pues bien, digamos que parte de mi infancia se caracterizó por un contexto dual en el que yo leía –como parte de mi educación no formal– lo mismo con comics  provenientes de Estados Unidos y traducidos al español (los cuentos sobre los personajes de Disney, Bugs Bonny, Porky Pig, Archie y una larga lista de superhéroes y superheroínas) mezclados con historietas de corte local como Tradiciones y Leyendas del México Colonial, Brujerías, Vidas Ejemplares y la Familia Burrón entre muchas otras opciones.

Así fue como llegamos a vivir, procedentes del norte, a una casona de estilo colonial californiano de los años treinta, ubicada en la colonia Cuauhtémoc y que hasta el día de hoy sobrevive como la que fuera mi casa familiar y en la que me tocó vivir incontables aventuras y que hoy, con la muerte de mi mamá, ya empezó a formar parte de un pasado irrecuperable.

Recuerdo que en ese entonces fui parte de un inseparable trío formado por mi mamá, María Teresa Salcedo Ortega, mi tía y madrina de bautismo Silvia Manuela Salcedo Ortega y yo misma: Rosa Patricia Vega Salcedo. Mi tía y mi mamá, además de supervisar mi educación formal me llevaban con ellas a todas partes y abrieron para mí las puertas y ventanas a un mundo de adultos en el que poco a poco me fui adentrando y haciendo mío a través de todo tipo de aventuras.

El cuento de hoy es que, al igual que muchos infantes de la época, recibí la típica educación que fluctuaba entre el temor y castigo. Mi madrina y tía Silvia, que entonces estudiaba actuación, solía asustarme encerrándose en una oscura e incómoda covacha destinada a trebejos de limpieza y que estaba –y sigue– ubicada en la planta baja de la casa, justo debajo de las escaleras principales que llevan al segundo piso de una casa que imita lo que fueran las construcciones coloniales.

De esa covacha, vedada para mí, salía mi tía Silvia disfrazada de bruja emitiendo unas sonoras y aterradoras carcajadas, como si fuese un personaje de la época colonial. Cuando la joven actriz en ciernes lograba el objetivo de aterrarme y hacer que yo estallara en un llanto casi histérico, ella se volvía a encerrar en la covacha con la advertencia de que, si me portaba mal y desobedecía a las reglas de la casa, volvería a salir de su oscuridad para ir por mí y castigarme. Supongo que mi tía se sentía satisfecha por sus grandes actuaciones y yo a portarme bien para no ser castigada por una bruja chimuela, según la recuerdo.

Como les decía, poco a poco me adentré en el mundo de los adultos y pude controlar los terrores y miedos que dominaron mi infancia e inicio de la adolescencia. Como me intrigaban las leyendas de la época colonial, recorría el Centro Histórico de la ciudad tratando de imaginarlas. Para entonces y casi sin darme cuenta, mi miedo ya se había transformado en morbo: solía leer con asiduidad las historietas en color sepia que, bajo el título Tradiciones y Leyendas de la Colonia, semanalmente presentaban historias de espantos y terror acaecidas en la otrora capital de la Nueva España.

La serie fue lanzada por la Editorial Gutemberg el 28 de junio de 1963 con la aterradora historia de “La llorona” con ilustraciones espeluznantes que provocaban la zozobra entre el círculo de lectores de los que yo formaba parte. Posteriormente la publicación de la historieta Tradiciones y leyendas de la Colonia fue continuada por Ediciones Latinoamericanas y según registra la Wikipedia, el último número conocido data del 26 de junio de 1969 y bajo el número 309 dio cuenta de “La deuda del difunto”.

Mi morbo llegó al grado de que ponía el despertador a las 12 de la noche con el propósito de empezar a leer, a esa hora, los relatos terroríficos que se acumulaban en manoseadas historietas que sacaba de debajo de la cama. Entre más las leía, más perdía el miedo y podía pasearme a oscuras por toda la casona o iluminada apenas por la luz de una vela. También adquirí el hábito de ver, en la televisión, programas de terror como la Galería Nocturna, la Dimensión Desconocida, Alfred Hitchcock presenta y series similares.

No había manera de controlar el miedo morboso que yo misma cultivaba de noche, mientras de día me educaba en escuelas católicas con temor al mal o sus manifestaciones diabólicas…Pero en una ocasión, después de leer “La mujer herrada por pecadora” tuve una pesadilla tan vívida que desperté con taquicardia, toda sudorosa y casi muerta, pero de miedo. Soñé que encontraban nuestros cadáveres –el de mi tía Silvia y el mío—marcados en varias partes con las huellas de una cabra, señal inequívoca de que el diablo había llegado para recoger nuestras almas.

La experiencia fue tan aterradora tanto fisiológica como psicológicamente que provocó de inmediato la promesa de que nunca más volvería a leer ese tipo historietas. Ahí acabó un morbo juvenil que amenazaba con transformarse en algo dañino. Y hasta la fecha he complido religiosamente con ese juramento.

¡Ave María!

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