Necesito dos disfraces para mis hijas ahora. La vecina, que ni su nombre sabía, se apiadó de mí y me llevó a buscar a su garaje la caja que ponía: Halloween costumes.
POR MARIANA LEÑERO
Uno de los tantos impactos culturales que experimenté al llegar a vivir a Estados Unidos fue la celebración de Halloween. Para mí, Halloween era sólo usar algún accesorio representativo, llevar una canastita de plástico de calabaza y tocar unas cuantas puertas para pedir dulces.
Me di cuenta que estaba equivocada cuando tuvimos que celebrarlo aquí. Un día antes al evento la escuela nos informó de que habría desfile de disfraces. Me pareció fácil. Regina sería un televisor gigante y Sofía un robot chiquito. Teníamos aún un montón de cajas de cartón de la mudanza y pensé que era una idea simpática. A esa edad las niñas confiaban en mis decisiones y nos divertimos pintarrajeando las cajas.
Cuál fue mi sorpresa que al llegar a la escuela me encontré con una glamurosa pasarela de todo tipo de disfraces. Por aquí y por allá aparecían niños y adultos mostrando ropa, zapatos, sombreros, pelucas y originales accesorios. Señores, señoras, niños, niñas, viejitos, bebés en carriola. Todos.
Regina y Sofía reconocían a los personajes y los señalaban como si estuviéramos en Disneylandia. Después de unos minutos Regina me miró a los ojos y me preguntó: -Mami ¿a dónde están nuestros verdaderos disfraces? Yo en susurro le contesté animada: – Estos son y las dos se ven preciosas. -No mami, los verdaderos- insistió. Sin tener el coraje de aceptar mi error le mentí: -Los olvidé en la casa, ahora vuelvo.
Salí corriendo. En el camino repasaba todos los disfraces posibles que podría crear con las cosas que teníamos arrumbadas en los closets. Pero nada parecía estar a la altura de lo que exigía la festividad.
Desesperada toqué a la puerta de mi vecina. La verdad no la conocía aún pero no me importó, necesitaba salir del problema inmediatamente.
-Necesito dos disfraces para mis hijas ahora. La vecina, que ni su nombre sabía, se apiadó de mí y me llevó a buscar a su garaje la caja que decía: Halloween costumes.
Al abrirla aparecieron telas de todos colores. Y entre los yes y entre los no, entre los thank you y los no problem, me di cuenta que lo único que tenía eran disfraces de princesas. Para Sofía la decisión era fácil. La princesa de Aladín, Jazmín, le quedaba perfecto. El problema era Regina. Estaba segura que se negaría a usar cualquier tipo de tutú meloso e incómodo. Pero ya no había tiempo. Regina sería esta vez una linda Blanca Nieves. Con los very much and los see you later me despedí.
Al llegar a la escuela el desfile había comenzado. A lo lejos logré ver a Sofía brincoteando por todos lados y saludando a los espectadores. Estaba tan feliz que ni siquiera se había dado cuenta de lo incómodo y fuera de lugar de su disfraz.
En cambio a Regina me la encontré sola y a medio sentar en una banca. La caja de televisión gigante le llegaba hasta la nariz y solo dejaba ver sus simpáticas coletas. Cautelosamente me acerqué y al acomodarle la caja pude ver su cara de disgusto. –Aquí te traje tu disfraz de Blanca Nieves. -No quiero ser princesa, me dijo enojada y tampoco quiero ser televisor. Me quiero ir a la casa.
Sin saber qué decir, la tomé de la manita que se asomaba por uno de los agujeros de la caja y nos fuimos de la escuela. Regina murmuraba quien sabe qué. Cuando logré arrancar la incómoda caja gigante y apareció su cabecita despeinada, lo único que logré escuchar fue: “Para la otra yo elegiré mi disfraz”.
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