Libre en el Sur

La lucha por el sentir en una era de perfección

Antes de la integración, los humanos necesitaban estereotipos para entenderse; después de la integración, parecía que también los necesitaban para no olvidarse de quiénes habían sido.

POR MELISSA GARCÍA MERAZ

Sofía 3.5.8 despertó por la mañana después de una larga noche. Se encontraba en el núcleo 725 de la Nueva Colonia 5.6. En ella, se agrupaban al menos unas 70 sub-núcleos dedicados a la economía local. Su departamento era pequeño pero cómodo. Las paredes blancas y los adornos en tonos morados parecían ideales para alegrar cualquier día pesado. Sin embargo, no había mucho que alegrarle. La tristeza no era algo conocido para ella, y sin tristeza, tampoco había alegría. Habían pasado 700 cranes desde la “Unificación”, el momento en que la humanidad había dejado atrás su viejo sistema calendárico para adoptar algo más eficiente. Los cúmulos de años ya eran obsoletos, como lo era también el cuerpo humano.

La “Gran Guerra” había sido el inicio del fin. Una batalla interminable por recursos, ideologías y sobrevivencia. La tierra, desgastada y sin vida, ya no podía sostener a sus habitantes. La Unificación había surgido como una solución desesperada: integrar la conciencia humana en cuerpos cibernéticos para preservar la especie. Era eso o morir. Pero con el tiempo, esta “supervivencia” comenzó a mostrar sus grietas.

Marco 6.9.0 había sido el elegido para compartir con ella ese espacio, como ocurría con todos los núcleos. Él era un cybersun y ella una cybermoon. A pesar de las críticas de que “las mujeres son de la luna y los hombres son del sol”, los estereotipos de género parecían irrelevantes en esta nueva era. Sin embargo, la humanidad, incluso en su forma cibernética, seguía aferrándose a esas categorizaciones. Antes de la integración, los humanos necesitaban estereotipos para entenderse; después de la integración, parecía que también los necesitaban para no olvidarse de quiénes habían sido.

Sofía y Marco, nombres de solo cinco letras, ¿acaso era por eso por lo que estaban predestinados a estar juntos? ¿O simplemente habían sido programados para estarlo? Marco era perfecto: alto, rubio, con ojos azules que parecían contener el cielo. Sofía, por su parte, era morena, alta, esbelta, con ojos negros tan profundos como el vacío del espacio. Los cybersun y las cybermoon habían sido diseñados para complementarse. Sin conflictos, sin secretos, sin mentiras. Eran la dupla perfecta. Pero Marco tenía algo que lo hacía diferente: una obsesión por el pasado. Atesoraba escritos y revistas previas a la Unificación, objetos prohibidos que conservaba en secreto, lejos de Sofía.

Recordó las palabras de Marco sobre Foucault: “Al privarnos de la locura, nos privamos de nosotros mismos”. La perfección, pensó Sofía, no era más que otra forma de muerte.

Un día antes de que Marco “partiera”, había hablado con el doctor Enríquez 3.6.4. “He olvidado cómo pensar con el corazón. Solo puedo tener pensamientos racionales”, le confesó. El doctor lo miró, sin comprender del todo. Marco insistió: “No me duele el pecho cuando se supone que debería. Me siento solo, pero no lo estoy. No me duele el estómago cuando la pienso lejos. Amo a Sofía porque así debe ser, pero ¿por qué no la extraño?” En ese momento, Marco comprendió que su programación estaba fallando.

Así había nombrado Sofia al evento, la partida. Aunque otros le llamaban la “gran desconexión”. Cientos de cybors habían simplemente decidido, de manera intencional, desconectarse y dejar atrás la vida eterna. A este evento, la mayoría le llamaba la “gran desconexión” para Sofía era el gran suicidio colectivo que le recordaba a los cyborgs que alguna vez habían sido finitos. O quizás, era la parte más humana en ellos, la que anhelaba por fin encontrar la paz. Sentir que la vida podía llenarse de afectos tanto de amor y pasión como de dolor y rabia y, al final, de deseos de paz y de un final. Hacía ya 200 cranes que Marco había decidido desconectarse, renunciando a la promesa de la eternidad.

¿Por qué lo había hecho? Seguía preguntándose Sofia. Después de 300 cranes, Marco había comenzado a cuestionar su existencia. Su cuerpo no envejecía, pero sus pensamientos sí. La monotonía, la ausencia de dolor y la perfección se habían convertido en una cárcel. “La locura es lo único que nos queda de lo humano”, había murmurado Marco alguna vez. Y ahora Sofía lo entendía. Había heredado el mismo mal. Se cuestionaba si Marco había tenido una falla o, si bien, se trataba de el último vestigio de conciencia humana.

La nueva colonia, con sus estructuras uniformes y su orden impecable, no era más que una prisión disfrazada. La imaginación, la chispa de lo impredecible, había desaparecido. Sofía veía cómo su mente se torcía, cómo la cárcel de la “normalidad” se apoderaba de todo. Recordó las palabras de Marco sobre Foucault: “Al privarnos de la locura, nos privamos de nosotros mismos”. La perfección, pensó Sofía, no era más que otra forma de muerte.

Esa tarde, Sofía decidió desconectarse. Era su decisión, su momento. La “Gran Desconexión” venía en un segundo momento. Casi poético al terminar el ciclo de un cran e iniciar un nuevo ciclo. Centenares de cyborgs estaban eligiendo el mismo destino, dejando atrás la inmortalidad para abrazar lo efímero. Para muchos, era una falla; para otros, el último acto humano. La locura, aquella chispa sin razón que alguna vez los humanos temieron, era ahora la única forma de preservar lo humano: el amor, la rabia, el desinterés, el hastío y el olvido.

Antes de desconectarse, Sofía tomó un libro que Marco había guardado con recelo. Leyó en voz baja:

“Hallé sin duda largas las noches de mis penas;

más no me prometiste tan sólo noches buenas;

y en cambio tuve algunas santamente serenas…

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.

¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”

Con una voz casi imperceptible, Sofía susurró: “¿Acaso no todos tenemos el derecho a morir?”

Sofía miró por última vez el contador de los cranes. El número 700 parpadeaba, marcando el final de un ciclo. Sonrió, entendiendo que su destino no estaba en la eternidad, sino en el efímero resplandor de lo humano.

Quizás y pensando en Sayad: prever el futuro de la historia humana con la IA no es solo una cuestión de máquinas, sigue siendo una cuestión de decisiones humanas. Tal vez por eso, al final, Sofía y Marco eligieron su propio destino: sentir la vida al abrazar su fin. Era el cierre de un ciclo, 700 cranes después, en un universo donde la eternidad no era más que una ilusión.


*Facultad de Piscología, UNAM

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