Don Miguel Linares llama a Paula, su esposa, para que traiga el alebrije que está elaborando, aún sin barnizar. No se necesita ser un ‘docto’ en arte, como dice él mismo, para darse cuenta de lo excelso que es lo suyo contra lo otro.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
El mero barrio de la Merced ya no tiene las vecindades de antaño, hechas de adobe. En su lugar aparece un híbrido de construcciones inacabadas, despintadas o por pintar. Unas chiquitas, otras grandotas, de esas a las que le van agregando los pisos, como se puede, en la medida en que la familia va teniendo más descendencia.
Por ahí vagaba Diego Rivera en otros tiempos, con todo y su enorme barriga, cuando acudía al Mercado de Sonora a encontrase con ese México surreal que tanto le apasionaba y al que también exaltó con saturación de colores en cuadros paradójicamente hiperrealistas para acentuar el nacionalismo del que participó porque se lo pagaba el gobierno. Diego y Frida iban allí cerca, al restaurante de don Chon, a escribir su propia leyenda, donde se dice degustaban el xoloitzcuintle o el chango –¡manjares de tiempos no animalistas!–, y dieron al mundo una versión atrevida de vivir el amor, en medio de su codependencia enfermiza, de los celos del macho infiel y de la irreverencia, la venganza de ella acostándose con León Trotsky pero también con mujeres. Todo un mito.
Pues entre esas historias está que uno de esos días en que Diego Rivera andaba “matando el tiempo” por la colonia Merced Balbuena alguien le habló de don Pedro Linares, un artesano de la cartonería que, le dijeron, elaboraba las mejores figuras de judas. Así que fue a hallarlo hasta su casa en la desembocadura del Primer Callejón de San Nicolás, en lo que era una de esas vecindades construidas con adobe y donde procreó a tres hijos: Enrique, Felipe y Miguel, en orden de edades. Diego quedó deslumbrado con el trabajo del maestro.
Con el tiempo Diego y Pedro se volvieron amigos y el pintor le encargó la manufactura de judas monumentales, no con las figuras de los políticos que con el tiempo se volvieron lo más común, sino de personajes clásicos como el charro, el payaso, el diablo y, por supuesto el mismísimo Judas Iscariote, el discípulo que traicionó a Jesús y que por eso es “quemado” en representaciones de cartón al anochecer de cada “sábado de gloria”.
Varios ejemplares de los judas elaborados por Pedro Linares se pueden admirar aún en los museos Anahuacalli y Estudio Diego Rivera, donde un tiempo se quedó a vivir Diego pero no Frida, aunque en la construcción funcionalista de O’Gorman un puente daba acceso a una casa chica desde una grande, como la de Liz Taylor y Richard Burton en Puerto Vallarta. Diego alternaba su estudio de San Angel Inn su disciplinada labor de pintor con los amoríos carnales mientras su abnegada esposa, que no tenía nada de Simone, le llevaba diariamente los alimentos que preparaba en la Casa Azul de Coyoacán. Pero eso es otra historia.
Hemos llegado en el último “sábado de gloria”, el penúltimo día de marzo, al mismo lugar donde vivió Pedro Linares. En toda la cuadra que habita la ramificada familia, los más jóvenes andan apurados colocando los carretones de cohetes alrededor de las figuras de dispareja calidad en su hechura, elaboradas con carrizo y papel. Ya tienen listo a Andrés Manuel, que se llevará la noche con las rechiflas cuando se vean salir por sus cuernitos luces como de bengala antes de explotar en un solo acto. También están las figuras de Xóchitl, del Kung Fu Panda, por supuesto varios diablitos y calacas, un robot que parece que no fue completamente terminado y hasta Hello Kitty. La quema, convocada para las 18 horas se va dilatando y varios turistas extranjeros se impacientan.
Encontramos a don Miguel, hijo de Pedro Linares, afuerita del garaje de su casa, tomando el fresco. Su esposa Paula, amable, intercede por nosotros para que nos dé la entrevista. Él no se resiste demasiado. Lo que pasa es que se ve cansado, tanto por la vida a cuestas como por la labor del día, en la que no deja de participar. Usa una camisa a cuadros, abierta, encima de una camiseta hasta el cuello, pantalón de mezclilla azul con manchas de trabajo que contrasta con sus bien boleados zapatos negros. Bajo sus ojos cuelga la evidencia de los años.
Se le pregunta al talentoso artesano, uno de las más codiciados, por la leyenda que “ya nadie quiere creer”. Eso le da confianza y, ante el escándalo de la música que han puesto a todo volumen en la calle y que no permite escuchar la plática, nos pasa hasta la sencilla sala con un ademán, donde los sillones están cubiertos con plásticos que los cubren de la polvareda que arroja en toda la casa el arduo trabajo artesanal. Fuera de la sala, el espacio es un páramo. Paula limpia con un trapo la superficie del sillón para que nos sentemos. Luego se va.
–¿Eso le contaba su padre?
–Sí, responde siempre serio pero con ternura de viejo— Bueno, eso es lo que ocurrió, pero uno ya prefiere no contarlo porque ya no nos creen, dicen que es invento.
La historia es que, en el seno de muerte, por una úlcera que se le complicó, don Pedro soñó con unos “demonios”, animales como frankensteins que tenían las patas de gallo, la cola de burro, la cabeza de pavorreal, la trompa de elefante y el cuerpo con escamas y espinas de pescado. Pedro sobrevivió milagrosamente y rescató el sueño para la creación de una de las artesanías mexicanas más famosas en todo el mundo: Los alebrijes.
El artesano genial –con una experiencia de más de 60 años en la confección de alebrijes y judas– se queda viendo de lejos la quema para cuidar sus oídos de los tronidos de los cohetes.
Controversias aparte, la autoría de los alebrijes ha sido disputada por indígenas zapotecos del Valle de Oaxaca, que los hacen de madera (San Miguel Tilcajete). En todo caso, las dos tradiciones son formidables, pero lo de los Linares es un arte además muy chilango, que se hace a una sola pieza porque no se puede de otra forma. Por eso son caros, dice Miguel, no hay manera de producirlos en serie, hacer 20 colitas e irlas pegando en otro tanto de figuras. Los de madera, efectivamente, son ensamblados. Le cuento a don Miguel emocionado que tengo un alebrije pequeñito, realizado por Ricardo Linares, que hace varios años compré en Fonart del Zócalo y que no dejo que nadie lo toque ni lo limpie. “Ricardo es mi hijo”, me revela. “Está aquí afuera”.
Hoy es imposible conseguir un Pedro Linares original. Todo está en colecciones privadas del mundo. Del legado de los Linares quedan más las leyendas, llevadas hasta los alebrijes monumentales que desfilan cada octubre por las calles de avenida Juárez, desde el Museo de Arte Popular hasta el Zócalo. Claudia Linares, una de las tantas descendientes de la familia que los sigue elaborando, nos ha dicho antes que actualmente hay un repunte en la venta de alebrijes, gracias a los desfiles. “Es una moda”, se le pregunta de manera afirmativa, a lo que ella asiente detrás de su puesto de venta en plena calle.
“Ya cualquiera hace alebrijes”, cuenta don Miguel, con lamento porque asegura que no se trata de la misma calidad. Da una prueba de ello: Llama a Paula para que traiga el alebrije que está elaborando, aún sin barnizar. No se necesita ser un docto en arte, como dice él mismo, para darse cuenta de lo excelso que es lo suyo contra lo otro. Una verdadera joya: Es como un dragón con alas, patas de gallo y pico de guajolote, con cuernos y unas plumas en el lugar de los bigotes, grecas detalladas en todo su cuerpo, escamas de tortuga, en un derroche de colores combinados en acrílico. “Cuando mi papá usábamos la anilina”, dice. “No era nada la gran cosa; mis hermanos y yo nos tendíamos en el suelo a trabajar mientras él nos iba enseñando”. Yo me emociono sin poder soltar la palabra, fija mi mirada en la artesanía maravillosa, mientras se escucha de Itzel un “¡guau, qué belleza!”. Con el precio de ese alebrije puedo comprar un boleto redondo México-Madrid-México. Pero de que lo vale, lo vale.
No hay nada expuesto de Miguel Linares en los museos de México; más lo han valorado en sitios de Estados Unidos como el National Museum of Mexican Art, en Chicago. Tampoco, dice, hay estímulo alguno para participar en el desfile anual de alebrijes, donde sí se explota el apellido. Su obra la vende directamente a quien sabe de él “y que aprecian mi trabajo”, no a tiendas. Le pido, con tono de súplica, que nos deje un legado, que no es posible que no quede nada de lo hecho por él ante los ojos de las nuevas generaciones de mexicanos; y que sea que se repita la historia de su padre, cuyo tesoro permanece en residencias privadas del mundo. “Ya tengo pensado algo, lo haré”, promete.
Hemos quedado en volver. Después de esto la quema de los judas ya es lo de menos. He conocido de cerca a uno de los más grandes autores de una de mis pasiones, justo en el predio en que don Pedro soñó a los alebrijes. “Quiero mostrarle mi estudio, para que vea cómo trabajo, pero hoy está muy revuelto todo”, me dice cuando ya se ha quejado de la falta de apoyo del gobierno a su trabajo y al bienestar de su familia. “Vuelva por favor”, reitera. Yo habría pensado que no le hacía falta ningún apoyo, que su éxito lo libraría de penurias. El artesano genial –con una experiencia de más de 60 años en la confección de alebrijes y judas– se queda viendo de lejos la quema para cuidar sus oídos de los tronidos de los cohetes. Acongoja verlo con una pierna lastimada. Pero luego me acuerdo que hay quien puede vivir con la sencillez clavada en el corazón mientras no para en la creatividad que lo alimenta.
comentarios