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EN AMORES CON LA MORENA / La Malinche antes de septiembre

Nacho Cano reivindica una obviedad: Malintzin perteneció a los pueblos oprimidos por los mexicas; fue esclava para no ser sacrificada y liberada por Cortés, quizá por amor, pero también por necesidad.

A los profesionales de la actuación, por hacernos posible vivir vidas paralelas. En su día.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Ahora que todavía no llega el mes patrio, aunque las banderitas ya se venden en las esquinas con sus matracas y cornetitas que anuncian el fervor de una independencia iniciada y consumada por criollos —es decir, por hombres que de indígenas no tenían nada—, y cuando ya es un hecho que Beatriz Gutiérrez Müller, esposa de AMLO, ha solicitado su nacionalidad española justo en el supuesto año de la fundación de Tenochtitlan, bien podemos hacerle el juego a la caricatura que desde los tiempos del PRI, con su lógica extensión en esta “transformación”, nos han manipulado (perdón: nos han enseñado).

Vale la pena decir que si de distorsiones históricas se trata, yo me quedo con el musical de Nacho Cano. Sí, el mismo ex Mecano autor de aquella canción que todos recordarán en redes el día de su aniversario, como si todo pasado pudiera volverse presente. Pues bien, hoy que se exaltan los valores de un nacionalismo ramplón que entremezcla sombreros y bigotes con penachos —como si quienes nos gobiernan tuvieran algo de originarios—, me sumo a la ola de elogios por la hazaña del compositor español en su musical Malinche.

Al menos, Cano reivindica una obviedad: Malintzin perteneció a los pueblos oprimidos por los mexicas; fue esclava para no ser sacrificada y liberada por Cortés, quizá por amor, pero también por necesidad. Que Moctezuma no fue traidor, al igual que la Malinche, sino víctima de las circunstancias. Y que quienes resistieron hasta el último día de la Conquista no fueron “los mexicas” en bloque, sino los tlatelolcas, encabezados por un Cuauhtémoc que finalmente se acobardó como se acobardan los hombres de carne y hueso. Ni la placa de la Plaza de las Tres Culturas basta para desmentir el título solemne de “la caída de Tenochtitlan”.

Ni siquiera la fundación de Tenochtitlan está del todo clara. El 13 de marzo de 1325 suele repetirse como fecha oficial, respaldada por instituciones como el INEHRM y el INAH, que la asocian al “año 2-Casa” en el calendario mexica. Pero las fuentes no coinciden y, más que un dato fijo, se trata de una construcción posterior. Los códices y crónicas del siglo XVI —redactados doscientos años después— mezclaron memoria oral, pictogramas y conveniencias políticas. El propio Izcóatl, tlatoani mexica, ordenó reescribir la memoria para darle a su pueblo un origen sagrado y un destino inevitable.

El mito fue eficaz: un águila devorando a una serpiente sobre un nopal en un islote. No hay evidencia arqueológica definitiva de que haya ocurrido exactamente así, pero la imagen sobrevivió siglos hasta convertirse en escudo, bandera y retablo patrio. El lago se secó, las piedras se derrumbaron, pero el símbolo quedó. A partir de ahí todo relato de México comenzó por una metáfora.

Antes incluso del Ejército Trigarante, las tropas de José María Morelos y Pavón marchaban con una bandera que llevaba un águila coronada, de perfil, posada sobre un nopal y sin serpiente. Era un símbolo de fuerza y soberanía, todavía sin el añadido reptiliano. La serpiente entró más tarde, cuando los criollos del Ejército Trigarante necesitaban un escudo heráldico, más cercano a la simbología cristiana que a la mexica.

Habrá que ver cómo se nos engaña hasta con el mito (aun siendo mito) del águila sobre el nopal devorando a la serpiente. Esa postal, repetida hasta el cansancio, es presentada como verdad revelada. Pero basta mirar el billete de 50 pesos para descubrir otra historia: el águila ni siquiera es un águila real: se trata de un águila posada sobre un nopal con el atl tlachinolli —agua y hoguera— en el pico, símbolo de guerra sagrada. La imagen procede de un fragmento del monolito mexica conocido como el Teocalli de la Guerra Sagrada. La serpiente, en realidad, fue un invento posterior, símbolo cristiano del demonio que se incrustó en la narrativa nacionalista.

Por eso resulta tan ridículo que se siga exaltando el águila devorando a la serpiente como mito fundacional de otra patria. La ridiculez alcanza su clímax en el Frontón México, en plena Tabacalera, donde Nacho Cano ofrece su musical Malinche. Ahí, el momento en que Cortés y la intérprete esclava sellan su alianza política y amorosa se resuelve con una canción que repite, cual coro escolar de Timbiriche, un “Mé-xi-co, Mé-xi-co” interminable, mientras en una pantalla monumental se proyecta la bandera mexicana con su escudo al centro.

Fuera de todo análisis histórico, la obra resulta excelsa, si quitamos algunos chistes malos que esalzan el comercialismo contemporáneo: Una banda de rock en vivo donde brillan, sobre todos, la violinista y el baterista, capaces de erizar la piel con cada nota; escenografías monumentales construidas con mapping; y los bailarines de flamenco, que recuerdan que, más allá de los mitos, lo que estamos presenciando es un musical flamenco de altísimo nivel. El reparto mexicano —Mariel Torres, Luisa Buenrostro y Karen Fonseca al frente— sostiene con energía una producción de más de 50 artistas.

Por supuesto que es una caricatura, como todo musical cursi e idealizado, fantástico, inverosímil. Pero al menos está hecho con calidad y dignifica lo que corresponde: espectáculo, virtuosismo y entretenimiento, sin herir las susceptibilidades del nacionalismo ramplón que tan fácilmente se ofende. Aun así, sorprende que en plena polarización mexicana no haya provocado un escándalo mayor. Porque eso de afirmar que la Malinche es “la madre del mestizaje” todavía incomoda: unos la celebran como el origen de una nación mestiza, otros la denuestan como la traidora eterna.

Somos muy dados a condenar los imperialismos, incluido el romano inmisericorde que dio marco al surgimiento del cristianismo. Pero seguimos siendo incapaces de revisarnos a nosotros mismos como el resultado de nuestra propia historia: una que nos deja un resentimiento porque no aceptamos que no somos aztecas, sino mestizos. Así, se exige un perdón solemne a España sin detenernos un instante en lo que hicieron los mexicas con los pueblos dominados.

Al fin y al cabo, para llegar a lo que en Occidente se llama “civilización” se pasó siempre por demasiada crueldad. La Conquista fue una de esas transiciones brutales, no la única. Y quizá por eso seguimos atrapados en el mito: porque nos resulta más cómodo pensar en héroes y villanos que en la certeza amarga de que nuestra identidad es fruto de un mestizaje violento, con dosis iguales de grandeza y de barbarie.

Y ya que hablamos de mitos, no olvidemos que este es el momento de comer chiles en nogada. Se sabe que las monjas clarisas de Puebla los sirvieron como manjar a Agustín de Iturbide el 28 de agosto de 1821, día de su cumpleaños. Pero, como con la fecha fundacional de Tenochtitlan, tampoco hay certeza absoluta de que ellas lo hayan inventado. Lo que sí es indiscutible es que la nuez de Castilla es de agosto, y que el platillo nace de esa temporalidad.

Así que no se dejen engañar por otro mito: el de los “chiles del mes patrio” vendidos a precios irracionales, aunque no tengan auténtica nuez de Castilla y estén disfrazados con crema y un exceso de azúcar. Como ocurre con Tenochtitlan, la Conquista y la Malinche, también el chile en nogada es un mito rentable. La diferencia es que éste, al menos, se come con cuchara y tenedor.

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