Quien dispendia y descarta al prójimo tributa las injusticias a las que dice combatir.
Con su mano zurda me escribió el amor
mientras alguien era solo contingente
dentro del dibujo de Andersen asentó sin atenuante
lo que le significará para siempre lo importante.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
El relato es ese género que permite hablar de cosas personales con valor público, contarlo como un cuento pero de la vida real. En los últimos años en Libre en el Sur hemos dado espacio a esta forma de expresión que no suele aparecer en los manuales de periodismo pero que en cambio revalora la expresión de lo privado en lo público, que no es otra cosa que exaltar el valor del ser humano. Y dar permiso como instrumento a la literatura, a las cualidades narrativas, porque lo bien escrito, se lee. Eso no implica que no haya rigor.
En nuestro medio, que ya cumple 21 años ininterrumpidos, lo medimos y sabemos que las notas habituales de los asuntos públicos de la urbe o el páís no atraen lo mismo que los relatos. Lo que pasa es que los lectores prefieren las historias con las que dentifican sus propias vidas y que a veces ayudan a comprenderlas desde la experienca de los otros. Que la nimiedad es importante, que las cosas pequeñas –como dice Serrat– no hay que pasarlas por alto porque hablan de lo que somos y lo que sentimos.
Hemos de pensar en diferentes personajes de la vida pública a los que marcó su niñez y formó su conducta, y que nos explica su manera de actuar. Tenemos el ejemplo del presidente Andrés Manuel López Obrador, que de niño enfrentó la muerte de su hermano con un disparo de revólver que nunca ha sido plenamente entendido porque las versiones son encontradas. Pero lo que no podemos soslayar es el impacto que tendría ese hecho en la megalomanía del personaje, su autoritarismo y su afán por trascender como un Benito Juárez moderno.
Que nos lo recuerde un relato o muchos que hablen también del contraste, que hay en personas que defienden los mejores valores en defensa de la otredad y las cosas más lindas de la vida: Los pequeños Mahatma Gandhi.
Pero nada debe escapar a lo que se debe cuestionar, ni siquiera las miserias de la vida cotidiana. Que el dolor no me sea indiferente es el canto de León Gieco por Mercedes Sosa que trasciende su propia voz para penetrar en la vida de quien no quiere, efectivamente, que el dolor de nadie –hay que enfatizar “de nadie”– le sea indiferente. Si no es así, las palabras son demagogia, la misma que puede utilizar quien por el mandato familiar renuncia a la hermosura para terminar con un tecnócrata, que poco tiene que ver con la lucha contra la pobreza o en favor del que sufre, del mismo gobierno de Peña al que esa persona tanto fustigó como corrupto. El mandato originario es lo que se debe ser, no lo que se quiere. A costa de la felicidad de la propia persona y sus principios. Es la renunciación al amor propio.
Mayor problema es cuando el mandato pasa por la cultura del descarte de una persona –una violencia afectiva– porque esta no cumple las expectativas de ese entorno familiar. La cultura del desecho –que esta asociada a un sistema de castas y de condiciones de clase aun imperante y cuya existencia suelen negar sus integrantes porque lo normalizan desde una conducta funcionalista– es un asunto social que por ello se vuelve de interés público, y grave; a veces un solo ejemplo dice demasiado acerca de lo que nos ha hecho padecer tantos infortunios a los seres humanos, la imposibilidad de un mundo mejor. Antes que la depredación del planeta, nosotros mismos somos vistos como piezas de recambio. No hay incongruencia que no haga tropezar en el camino hacia esos anhelos, por más que se proclame desde las sesudas ideas de “izquierdas”. Porque lo mínimo que merece cualquier persona es el respeto a su dignidad. Y de manera clara hay que decirlo: Sin eso, no hay nada.
Cuando los hechos se metabolizan en emociones, como en el cine, es más fácil convertirlos en la conciencia. Con sus cualidades narrativas, nuestro periodismo descubre en ello su propia reinvención, un nuevo sentido en tiempos que la gente lee cada vez menos y a la vez normaliza el maltrato a los demás a través de los aparatos de comunicación electrónicos.
Hoy que tanto se critica a los políticos (no estoy para decir que no lo merecen), a veces desde la comodidad de una computadora portátil y no desde la autocrítica, rescato el valor del relato como un vehículo de la conciencia que la narrativa pueda provocar, incluso en forma de poesía o de canto, como los de Mercedes Sosa. El valor periodístico de lo personal, el testimonio de los valores humanos a través de la anécdota, de la vivencia personal, la crónica de las personas de las que nadie habla, porque además esa es una forma que más acerca al lector común con lo importante. Un periodismo de urgencia. Porque con rollos ideológicos no se cambia el mundo y hay miles de pruebas de ello para constatarlo.
Salvador Nava Martínez, el gran líder cívico potosino que abrió brechas democráticas que hoy se pretenden cerrar, solía decir que no importa qué digan los contrincantes en una campaña, porque aún cuando prometan lo mismo, la confianza del elector en ellos debe estar dada por sus historias personales, de honestidad y congruencia con esos prinicipios. El mandato sin voluntad de romperlo impide la real voluntad de servir a los demás, por más que se machaquen palabras lindas sobre la pobreza y la justicia social. Porque el mandato es egoísta y frío por ser práctico.
Y en eso está también la forma en la que se vive, no pocas veces en el dispendio y lejos de lo esencial. De acuerdo con el Diccionario del Español de México, compendiado por el Colegio de México, la expresión chairo se refiere a una “persona que defiende causas sociales y políticas en contra de las ideologías de la derecha, pero a la que se atribuye falta de compromiso verdadero con lo que dice defender”. Se trata, añade, de la “persona que se autosatisface con sus actitudes”.
Esas cosas tan profundas como cuando se voltea al cielo y se honra el amor.
La propia definción alude a una distorsión, que a la vez ha sido distorsionada. Chairo no es cualquiera que siga ideas de izquierda, lo que sea que se entienda con ellas, sino el miembro de una clase privilegiada que dice defender a los pobres desde las comodidades, los lujos, la ausencia de la sencillez y la esencialidad: Una falta de humildad que vuelve imposible la justicia social. Porque es imposible sostener que la igualdad social se puede dar de la forma como ellos viven. No son pocoss los que desde la casta de la exquisitez votaron por López Obrador –y que necesariamente se vuelven corresponsables de lo que ahora pasa, porque de eso va la ciudadanía–, sin siquiera conocer la real pobreza porque no han cruzado por los lodazales de ella.
Chairo no es el pobre o el miembro de una clase media baja que, sin postulaciones ideológicas es seducido por los programas sociales de la dádiva. Tampoco lo es el empleado de una empresa cuyo dueño probablemente sí sea chairo aunque no se justo con él. Chairos son los que viajan caro o comen su dignidad en restaurantes con precios injustificados y allí mismo descalifican al “derechozo o neoliberal” solo por pensar diferente y no ser hipócrita.
Lo importante es que mientras hay niños que mueren de hambre, las narices se acerquen a las copas de vino de 5,000 pesos para después ser chocadas con estilo. Hay que hacer como que se sabe de eso. “A nuestra salud” (no a la de los demás), es el mensaje que se escapa de la boca con el cuerpo erguido para disimular la falcidez, con una sonrisa de “las puedo todas” porque además “yo sí soy de familia de izquierdas”.
No se trata de no vivir, al contrario. El mandato no es una condena con la que no se pueda romper, aunque implica esfuerzo y valor para llenarse de lo que sí llena, como el gozo de compartir un buen vino pero más barato, que los hay, y nunca dejar de voltear a ver lo que sucede alrededor de una mesa (y mucho menos al lado). Un paternina tempranillo con unas galletitas con gouda hacen que lo sobresaliente sean los besos y las palabras que sí dicen.
No es menor que, efectivamente, el dolor provocado por el capitalismo nos sea indiferente. Pero hay que recordar que la forma del dispendio y el descarte del prójimo, del desecho, es un homenaje al mismo capitalismo al que se pretende denostar. Y que nos lo recuerde un relato o muchos, aunque no hablen de política, que hablen también del contraste que hay en personas que defienden los mejores valores por los otros y las cosas más lindas de la vida: Los pequeños Mahatma Gandhi.
Esas cosas tan profundas como cuando se voltea al cielo y se honra el amor.
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