Así es el Centro Histórico: un mar con playas diversas desde donde vas navegando la vida
POR IVONNE MELGAR
Pronuncio Centro Histórico y se abre el camino sobre la calle Bolívar, siguiendo el paso marcado de Luis Melgar Brizuela, mi padre, algún día de vacaciones escolares.
Vamos juntos a comprar nuestro teclado musical, evocando así algo del piano que dejamos en San Salvador.
Me gusta mucho cómo suena y probamos mi preferido: el modo xilófono. Y mientras vamos hacia el Metro, de regreso, disfrutando a prisa las vitrinas de tantos bellos instrumentos, siento una alegría que pasa cuando los deseos nunca dichos se cumplen; y eso sucedió entonces con mi órgano.
Cuatro décadas después regreso a esa calle con Martín Beltrán y nuestro hijo Santiago: vamos por su teclado. El suyo es inmenso en comparación de aquel en el que Luis y yo montamos un par de melodías a dos manos y otras que él acompañó con su acordeón o yo con mi flauta y que alguna vez presentamos en encuentros que llamábamos “actos de solidaridad con el pueblo salvadoreño”.
Y aunque en la ruta hacia Bolívar voy siempre, en mis recuerdos, de la mano de los músicos de la familia, el Centro Histórico de mi llegada a México es un placer solitario.
Supongo que lo aprendí cuando fuimos a comprar la ropa de la graduación de secundaria a la calle de Izazaga con Candelaria Navas, nuestra madre. Y se me hizo fácil tomar después, por mi cuenta, el camión que pasaba en División del Norte, esquina con Xotepingo, y llegaba hasta el Centro.
En esas idas y venidas en que experimentaba la libertad de moverme segura por la ciudad, ocurrió mi desplazamiento hacia el Barrio de Tepito, donde compré la blusa brillante que estrenaría en mi fiesta de 15 años, realizada en un nuevo domicilio, el de la Colonia Educación, el tercero que tuvimos en nuestros primeros años en el Distrito Federal.
La ilusión de ir, de puesto en puesto, regateando los precios de las prendas para las que había ahorrado fue recurrente en los años del Colegio de Ciencias y Humanidades, la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales e incluso ya siendo una orgullosa asalariada en el periódico unomásuno como “correctora” -así se le decía al que revisaba las notas en la Mesa de Redacción que dos grandes de la edición conducían: Carlos Narváez Báez y Gonzalo Martínez Maestre.
Mis adquisiciones en el Barrio de Tepito estaban acompañadas previamente con la compra de zapatos en el Mercado de Granaditas, donde conseguí unos botines morados de tacón de clavo que durante meses me dieron batalla.
De aquella inolvidable “fayuca” -así le decíamos- guardo en la memoria de la plenitud el vestido morado hindú de dos piezas con el que bailamos decenas de veces con Raúl Piña, Isaura Hernández, Leonardo Cerecedo, Iraís Ruiz, Alfonso García, Víctor Villanueva y Martín Beltrán los éxitos de Galy Galeano, Grupo Niche y la Sonora Dinamita, siendo la canción de fondo de esa época, diría mi querido Mauricio López Velázquez, la que confesaba “cómo la quiero, cuanto la extraño… pide de mí, lo que tú quieras, y hazme sentir a tu manera…”
Volví muchas veces a mis puestos de seda con Martín, hasta que la etapa de las fiestas infantiles de nuestros amadísimos hijos me cambió las pautas de consumo al mercado de Sonora, donde aprendí a comprar dulces, piñatas, loterías, globos, vasos, papel picado y disfraces.
Una de las escenas que pondría en nuestra película de la maternidad fecunda -nunca exenta de los hubiera y de varios lo siento mucho– es esa en la que descubro la venta de las máscaras, en los preparativos del cumpleaños número uno de Sebastián: eran de todos los personajes de miedo, espanto y películas de la época y compré tantas como la emoción de enumerar las niñas y los niños invitados, con lista en mano.
Un par de años después, en medio del furor que por el disfraz han tenido nuestros hijos, volví al Mercado de Sonora para buscar el puesto de los sueños y adquirir sin límites sus preciosas creaciones. Pero nunca lo encontré.
Así es el Centro Histórico: un mar con playas diversas desde donde vas navegando la vida. Porque, además, de ser el lugar suspendido en el tiempo con su Farmacia París, imperdible para Martín cuando estudiaba en la Facultad de Química, y las calles especializadas en diversas mercancías, un día se convirtió en la gran experiencia cosmopolita en la que confluyen las marcas globales, presentes en cualquier ciudad de alto turismo, y las tradiciones de La Popular, el Café La Blanca, los tacos de canasta más ricos del mundo -dicen los que saben-, los cilindreros y los concheros del Zócalo, la estampa mexicana que más amaba Luis Melgar.
Y para quienes hemos vivido y cubierto como reporteros decenas de marchas y mítines en esa Plaza de la Constitución, la cinta sonora de nuestras vidas pasa por las consignas del primer CEU, el contingente estudiantil que en 1986 volvió a apropiarse de la protesta en el corazón de la República, las alternancias y pujas de la vida democrática de los últimos 30 años con Vicente Fox en el año 2000, López Obrador en 2006 y 2018 y la marea rosa del 2024.
Ahí se detiene, por ahora, la película de mi Centro Histórico, en esta mañana de la última semana de mayo, en la antesala del dictamen de las urnas, agradeciendo haber estado ahí, frente a la Catedral Metropolitana, el domingo en que confirmamos nuestro rotundo no más autoritarismo.
En ese documental de vida, hay una escena anterior sobre la calle de Madero, otro domingo, el 26 de febrero de 2023, al concluir la segunda movilización de la marea rosa, solicitando a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ponerse a la altura de los peligros de la patria:
Es una mujer que, eufórica, me dice “la oposición no son los partidos, la oposición somos los ciudadanos”. Quince meses después, ella, Xóchitl Gálvez, encabezaría la imagen inolvidable de ese Zócalo desbordado, el 19 de mayo de 2024, testimonio de que fuimos la resistencia democrática reclamando no más sordera ante la pluralidad:diálogo político ya y para todos.
comentarios