Libre en el Sur

Matar para estrenar

POR CARLOS FERREYRA

“En el recorrido por una carretera larga, lineal, vimos estacionado un yip: allí está el general Cárdenas, dijo mi padre estacionando su monstruoso Mack atrás del transporte del general”.

POR CARLOS FERREYRA

Llegamos a la cantina del pueblo; temprano, no había clientes por lo que entré acompañando a mi padre, don Alfonso Ferreyra León, de la Hacienda de Tzindurio, donde nació José María Morelos y Pavón.

En sus viajes por los caminos de Michoacán, aceptaba que ocasionalmente lo acompañara. Nunca miraba el camino, sólo los movimientos del manejador: clochazo, acelerón para empatar revoluciones de la caja con el motor, nuevo clochazo y cambio de velocidad.

En subidas muy pronunciadas, clochazo, jalón al botón con un chicote colocado en la palanca de velocidades para conectar “la reforzada” caja de velocidades intermedias entre las regulares. Se sentía el jalón de la máquina.

Por esa fijación en aprender a manejar así fuese de vista, hasta que mi padre, o Pedro el fornido machetero lo hicieron notar, en el recorrido por una carretera larga, lineal, vimos estacionado un yip: allí está el general Cárdenas, dijo mi padre estacionando su monstruoso Mack atrás del transporte del general.

Recargado en el cofre, el militar miraba a lo lejos el valle que, me imagino, estaba cercano a Jiquilpan.

Mi padre preguntó si necesitaba ayuda. La respuesta, cordial y luego de saludar por su nombre a Pedro, el machetero, un hombre verde que cargaba sin aparente esfuerzo hasta cuatro rejas de 50 Cocacolas:

Gracias, Fierritos, observo el campo que está hermoso, ¿no crees?

Me miró, con una mano robusta de campesino, me revolvió la pelambré y pregunto algo que mi padre respondió: es el menor de tres, una niña y otro varoncito, general.

Apenas lograba entender, embelesado con ese hombre verdadera leyenda, página gloriosa de la Historia Patria cuyo mayor acierto fue la expropiación petrolera el año que yo nací. Un homenaje en virtud del destino, sin duda.

Con aire patriarcal, el tono de voz suave, me dijo: mira, es tu padre, hombre trabajador y honrado. Sigue su ejemplo y serás un gran señor cuando crezcas.

No dijo más, entre ensueños recuerdo que nos despedimos. Pude mirar con detenimiento al general, un hombre más grande, más alto que la estatua del cura Morelos en la isla de Janitzio.

Curioso, no recuerdo que hayamos hablado de este encuentro. Quizá yo en la escuela primaria lo platiqué sin que nadie me creyera. Olvidé el asunto.

Seguimos nuestro camino. Cuando entramos a la cantina en una mesa estaba un joven, menos de veinte años, con un viejo mal encarado que dulcificaba su gesto al escuchar a su nieto, su único familiar vivo.

El padre del joven murió en pleito cantinero, el que lo mató se perdió en la nebulosidad del misterio. Decían que el anciano se lo había despachado. Y de la madre del infante, una versión, nadie sabía, otra versión, era la hija del anciano y murió durante el parto.

El día que se conocieron con el joven, fue en esa misma cantina. Retó a mi padre a beber charanda, lo que aceptó pero condicionado a que probara la que se estaba poniendo de moda, Coca-Cola con alcohol, cualquier alcohol.

Con aire patriarcal, el tono de voz suave, me dijo: mira, es tu padre, hombre trabajador y honrado. Sigue su ejemplo y serás un gran señor cuando crezcas.

Esperaba que se negara, tenía ganas de estrenar la mazorca que mandó hacer mi abuelo para mí, comentó.

Me di cuenta y estaba preparado, respondió sin darle importancia mi padre que nunca se separaba de su “esmitigüeson 38 especial”, a la que creo quería más que a sus hijos. Algún favor le debería.

Los presuntos contendientes terminaron muy amigos. El abuelo ocasionalmente pedía a mi padre que lo aconsejara, no quería perderlo entre cantinas y las riñas, que no estilaban abrazos ni cachetadas. Todo eran balazos.

Ante mi curiosidad el chamaco extrajo de la funda piteada con sus iniciales bordadas, un revólver que me pareció la mitad de un rifle.

De calibre grande, supongo que 44, las cachas con concha nácar incrustada con las consabidas siglas en oro y plata y con un cañón que se alargaba ignoro cuántas pulgadas.

Sólo ver el arma impresionaba. Y más cuando, ante el regocijo del abuelo, le daba vueltas sobre el índice y como se ve en las películas “clavaba” el arma en su funda. Consejo de mi padre, no lo hagas con la mazorca cargada, cae al suelo y se dispara.

Y si le pega a alguno, dijo jocoso el pistolero, quiere decir que Dios ya lo quería a su lado, ¿no cree, don Alfonso?

Afuera de la cantina estaba parado un Cadillac nuevecito, pero sin tapa en la cajuela. Era el vehículo del anciano que no soportaba las camionetas pick up porque rebotaban mucho.

Optó por comprar el auto de andar más ligero. En la cajuela convertida en caja de carga, llevaba a sus ranchos ladrillos, cemento y los insumos necesarios; de regreso cargaba maíz, frijol.

Hombre, Don, se va a acabar el coche, comentó mi padre, a lo que respondió el anciano: si se acaba compramos otro, pero si me acabo yo, con qué me reponen.

Pasó mucho tiempo, el anciano se murió, el chamaco de dos metros de estatura, se dedicó a dilapidar la herencia, cuando, dicen, ya no tenía ni petate para caerse muerto, se fue a Estados Unidos.

Sin parentela, nunca más se supo tampoco se conoció, al menos nosotros, el nombre de quien se apropió de las dos o tres unidades de producción lechera y de siembra de granos. Nadie las reclamó…

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