Mientras mi maestra apretaba sus nalgas bien formadas, yo comenzaba a desprenderme de mi cuerpo para mirarlo con desaprobación.
POR MARIANA LEÑERO
A mis 10 años de edad mi madre decidió que tomara clases de baile. Le habían recomendado una maestra de la colonia que era bailarina de profesión y se consideraba también actriz. Una vez a la semana asistía a su departamento disfrazado de estudio rodeado de espejos con barras de ballet empotradas y un piso de caoba brillante que cubría toda la sala y el comedor. El piso me provocaba siempre ansiedad porque durante las clases mis pies se resbalaban como mantequilla, poniendo a prueba mis reducidas habilidades para mantener el equilibrio.
No recuerdo el nombre de la maestra, pero recuerdo su cara, su cuerpo y sus pedos. Mi maestra se pedorreaba constantemente. Por cada movimiento y estrujón de nalgas, salían como ametralladoras sus flatulencias. Yo me intentaba alejar con la vergüenza que ella no tenía.
Poco a poco las clases se iban convirtiendo en tortura. No porque yo fuera un desastre como alumna o ella como maestra, sino porque cada día me iba barnizando de baja autoestima. Mientras mi maestra apretaba sus nalgas bien formadas, yo comenzaba a desprenderme de mi cuerpo para mirarlo con desaprobación. Me estiraba como jirafa creyendo que así aparecería la cintura de la que carecía, sacaba con esfuerzo las nalgas que no tenía y me incomodaban mis pechos que crecían antes de tiempo.
Entre mi poca gracia para bailar y los espejos enormes que mostraban repetidamente mi imagen, la experiencia me impactó profundamente. Las clases no me regalaron el gusto por el baile, sino me arrebataron la oportunidad de que en el proceso de convertirme en mujer tuviera una mirada más amorosa hacia mí. Separé mi alma de mi cuerpo y mi cuerpo de mi alma.
Durante este tiempo sostuve mi cuerpo como se sostiene a una margarita a quien le preguntas: me quiero, no me quiero, me gusto, no me gusto. Cada vez era más común que el último pétalo fuera “no me quiero” y no me gusto”.
Esto no se lo compartí a mi madre, no por falta de confianza, sino por ese inexplicable fenómeno de permanecer en silencio cuando algo duele y no lo entiendes.
Fue así como mi maestra de baile se convirtió en la anfitriona del club de la desaprobación. El mismo club que seguramente ella también fue invitada. El club en el que aspiras ser alguien que no conoces. Rompecabezas de cuerpos, de modelos lejanos y crueles. Desde ese momento la relación con mi cuerpo cambió, mi tesoro lo creí vacío.
Romper el ciclo es difícil y esto no solo me sucedió a mí. Les sucede a muchas mujeres que como yo, se contagian de esta enfermedad trasmitida por generaciones, a voces o en silencio, en la sangre y en los genes. Enfermedad que desacredita la única verdad: el cuerpo es alma y el alma es cuerpo y es nuestro más valioso tesoro.
Aun así no dejo de tener la esperanza que niñas y jóvenes comiencen a liberarse. A liberarse de los estándares de belleza que nos embarran los medios sociales infestados de este virus. Pese que la anorexia, la bulimia, el cutting… las persiguen, muchas jóvenes son más conscientes de que existe el antídoto. Veo a mis hijas, a mis sobrinas y a otras jóvenes que luchan contra esta desgracia, vacunándose y queriendo vacunar a otras. Gritan, muestran sus cuerpos liberados y llenos de esperanza.
Tengo mucho que aprender, porque no estoy del todo curada. Ahora sé que hay que estar atentas y mirarse con amor.
Tengo la obligación de abrazar a esa niña que se resbalaba en el piso de caoba intentando bailar; que se descubrió en el espejo con ojos que no eran los suyos. Quiero decirle que todo está bien, que la quiero, que me gusta. Que el cuerpo es alma y el alma es cuerpo y que siempre hay esperanza.
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