Libre en el Sur

A México lo llevo dentro

‘México se sigue apareciendo para recordarme que jamás se ha ido. A veces pienso que es como un perrito faldero que me sigue a todos lados’.

Por Mariana Leñero

Cuando me fui a vivir fuera de México pensé que nunca me recuperaría. Como en la adolescencia, cuando rompes con tu primer amor, por más que te consuelan aseguras que ya nada será igual. Pues así mismito me pasó.  Y como buena adolescente, me emberrinché, pataleé, lloré y me resistí… Pero a diferencia de una escuincla enamorada, yo era una madre. Tenía que despertar del drama para encargarme de todo lo que implica una mudanza a un país nuevo con hijas y marido. Así que fingiendo convencimiento y felicidad me aventé al reto.

A Ricardo y a mí nos costó un montón la adaptación. No sólo al nuevo país sino a nosotros en el nuevo país. Nos acomodamos unos cuantos catorrazos y aun cargamos con algunas cicatrices, pero al final la libramos.

Hay personas que les gusta mudarse y vivir en otro país, inclusive lo buscan.  En mi caso, mudarse no estaba en mis planes.  Fue necesario que pasaran un montón de años para sentir que esta aventura obligada, era una elección propia y que me hacía feliz.

He de aclarar que siempre seré una mexicana viviendo en Estados Unidos. No importa si tengo doble nacionalidad o si sea aquí donde viviré y moriré.   México será siempre mi patria y mi tierra natal. Lo llevo dentro y corre por mis venas.  

Mi padre me enseñó a quererlo a través de las palabras, de las novelas, de los reportajes, de las películas y su historia. Me enseñó a cuestionarlo, a temerle, a respetarlo y a quererlo sin límites. Mi madre me mostró que a través de sus colores, olores, sus bailes y afectos a México se le ama desde el alma y con el corazón, sin hacer esfuerzo. México vive tan dentro de mí que puedo cerrar los ojos, sentirlo y abrazarlo sin dificultad. Es mi árbol genealógico, contiene la vida de mis ancestros.                     

México me regaló mis comidas favoritas, los tacos al pastor, el arroz de la señora Jose, las quesadillas de Cele, los aguacates de Cuernavaca, el queso Oaxaca del mercado de San Pedro… México es mi familia, son mis hermanas grabadas en el corazón, es mi padre que extraño profundamente y es mi madre que observo como se observa una flor. 

En México conocí a mis más preciados amigos, a quienes son hermanos, a quienes son compadres, a quienes son socios, a quienes son colegas. México me regaló mi educación, la que te enseña a leer y a escribir, a sumar y a restar, pero también la que te enseña a cuestionar, reflexionar y trascender.  En México creí en Dios, dejé de creer, volví a creer.   Elegí mi profesión y me aprendí lo que es trabajar por pasión y ayudar con certezas.

En México está mi casa, la que sigo visitando cada vez que voy. Está mi madre, mi origen. Está la cama en la que soñé toda mi adolescencia y juventud, la vajilla en la que comíamos los miércoles la familia, la mesa donde jugué varias veces dominó, la máquina de escribir de mi padre, el diván del consultorio de mi madre. En mi casa se encuentran por todos lados libros y cuadros que siguen enmarcando el recuerdo de mis padres y su amor, un amor indestructible y eterno.

Mi padre me enseñó a quererlo a través de las palabras, de las novelas, de los reportajes, de las películas y su historia. Me enseñó a cuestionarlo, a temerle, a respetarlo y a quererlo sin límites. Mi madre me mostró que a través de sus colores, olores, sus bailes y afectos a México se le ama desde el alma y con el corazón, sin hacer esfuerzo. México vive tan dentro de mí que puedo cerrar los ojos, sentirlo y abrazarlo sin dificultad. Es mi árbol genealógico, contiene la vida de mis ancestros.   

México en la familia de Mariana Leñero. Foto: Especial

Ser mexicana en Estados Unidos ha sido un reto. Lidiar con los estereotipos que los demás te ponen, pero también con los que uno trae dentro. Muchas veces hablo bajo, o me quedo callada y como dice mi mama, veo moros donde hay tranchetes. Otras veces es fácil. Es el país en donde aprendí a sentir miedo pero también en donde muchas veces lo perdí. Es el país de mis hijas, donde aprendieron a leer, a caminar, a enamorarse, donde las he visto crecer y donde regresan cada vez que se van. Es aquí donde he conocido amigos que son como hermanos y donde aprendí amar a Ricardo de una forma más compleja y más real.                                                              

En Estados Unidos, México se sigue apareciendo para recordarme que jamás se ha ido. A veces pienso que es como un perrito faldero que me sigue a todos lados. Se asoma en mis preferencias de comida, en los libros que elijo, en mi acento forzado, en el español que hablo con mis alumnas, en los amigos que prevalecen, en los recuerdos que recuerdo. México se asoma tramposo y sin permiso en la demostración de mis afectos, en los abrazos estrujados y en las invitaciones sin agenda. 

No sé cuándo fue el día en que supe que podía querer a otro país además de México. Pero ese día aprendí que mis afectos son como las raíces del árbol que me vio nacer,  extensas y fuertes que cruzan fronteras.

Debo confesar que a veces México me duele. Duele porque no es estático, se mueve, como nuestra memoria y nuestros recuerdos, los que se quedan intactos y los que se pierden y nos recuerdan que nos hacemos viejos. México me duele porque tiene vida propia en la que no siempre puedo participar y me recuerda que estoy lejos.

México de colores y sabores, que grita, que calla, que huele y que duele. México respira, se asfixia, ríe, sufre. Mi tierra natal conocida por siempre pero nueva a cada instante. Familiar y extraña, adictiva. La tierra de la que se huye y a la que se vuelve. México mi patria, mi ciudad, esta mismita ciudad que me vio nacer y que me da vida. Que es el puerto de salida de mis afectos y el puerto de entrada a mi corazón.

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