Ciudad de México, agosto 11, 2025 09:03
Revista Digital Agosto 2025

Migrar con el alma

Aunque la diversidad es una fortaleza de la especie, el problema surge cuando no te alcanza para la renta porque no ganas en dólares.

POR MELISSA GARCÍA MERAZ

Todos tenemos derecho a migrar. La tierra, las naciones y las fronteras son artificios políticos que nada tienen que ver con lo realmente importante: lo humano. Moverse, mudar, migrar, habitar otros ambientes no debería ser un problema; el ser humano lo ha hecho en incontables ocasiones desde tiempos milenarios.

El problema no es migrar, sino lo que se lleva consigo y lo que se impone al llegar. Hoy, quienes llegan desde Estados Unidos a México cargan su modo de vida, su economía y su poder adquisitivo. Vienen por “ventajas”, pero muchas veces sin advertir que su presencia evidencia las tremendas inequidades del país al que llegan.

La gentrificación desplaza porque exacerba desigualdades. La vida en esos lugares ha estado marcada por el colonialismo y la injusticia. La movilidad impuesta borra formas locales de convivencia e impone otras. Pero no todos los ingresos son iguales, ni todos los colores de piel. Y aunque la diversidad es una fortaleza de la especie, el problema surge cuando no te alcanza para la renta porque no ganas en dólares; cuando tu piel es menos “atractiva”, o cuando te llaman “prieto” o “gordo” por no parecerte a los estereotipos hegemónicos de belleza.

En realidad, todos somos migrantes. Nadie pertenece a ningún lado. Apenas basta voltear atrás a una o dos generaciones y te darás cuenta de que tu familia no pertenece a tu ciudad, ni a tu barrio. Tu historia es tan corta porque, como todos, nuestros ancestros tuvieron que migrar para encontrar un mejor futuro o aun para poder sobrevivir.

Mi abuela paterna llegó de Oaxaca como efecto de un matrimonio no totalmente deseado; encontró refugio en la ciudad y se convirtió en comerciante. Mi abuela materna vino de Hidalgo, huyendo de un matrimonio infantil para vender fruta en la colonia Doctores. Así se formaron algunos chilangos: escapando, soñando, construyendo vida lejos del origen. La desigualdad fue tejiendo comunidades solidarias, como los grupos de oaxaqueños en Ciudad Neza.

Como mis abuelas, muchas mujeres, con fuertes raíces indígenas, llegaron a la ciudad con una triple discriminación de ser mujer, indígena y pobre pero con ganas de apropiarse de la ciudad, de cuidar a sus hijos, de enviarlos a la universidad.

Así llegan los migrantes pero no todos llegan igual, algunos cargan sus raíces, con su lengua nativa escondida en algunas cuantas palabras que le cantan en las noches a sus hijos o que resguardan para la intimidad del hogar. Pero otros, otros llegan con un color de piel diferente, con dólares o euros, con un gusto por el silencio, por la ropa de diseñador o de textil pero pasada por diseño, como conquistadores con el yelmo o con el capital monetario. En la actualidad, no se conquista con muerte y esclavismo pero se compra el terreno y se echa fuera a otros. Llegan comprando terrenos en las playas, eliminando el paso de los locales, apropiándose de la tierra. A veces, sin darse cuenta, porque sí, la desigualdad se nota, se lleva en el que conduce un auto y lleva consigo el consumo y el valor simbólico de poder costearlo. Sí, porque el humano no migra solo en cuerpo, lo hace con el alma, acompañado de una maleta de elementos culturales que no siempre llevan consigo la igualdad, la equidad y la empatía. Que, en sí mismos, nos alejan de estos valores y nos acercan a la división del que pueda pagarlo, el que no, que sea expulsado de las ciudades.

Por supuesto no todo es negativo, también la gente trae consigo nuevas formas de ver la vida, a veces, una mayor empatía por los animales, un menor consumo de carne o, al menos, una crianza más pacífica para los animales que serán dados en consumo. También abre la posibilidad de conocer nuevos idiomas, nuevas formas de expresión y, con ello, de conocer el mundo de diversas formas, de comerlo en diferentes tonos.

La semana pasada fui a conocer el mar de Oaxaca, una tierra que me llama porque, en el fondo, hace poco que reconocí que no, que no era totalmente de la ciudad de México, que algo o mucho de mi historia se perdió cuando perdí a mis abuelas, cuando en mi casa se dejó de hablar del pueblo, se dejó de hablar sobre el mole amarillito, se dejó de escuchar el metate y se dejó de comer maíz nixtamalizado en casa. Algo se escapó por la ventana cuando mi abuela partió, no fue solo su cuerpo, se fue la historia, se fue una raíz de mí misma que nunca conocí por completo. Que nos fue negada porque pasamos a la ciudad de México y solo reconocer el pueblo en recuerdos y añoranzas. Como se extraña Comala aun sin conocerla.

Ahí en Mazunte, más por la idea de un pueblo mágico, encontré a un perrito hermoso, color arena, sumamente desgastado por el sol, por el hambre, flaco hasta los huesos. Le compré un pescado. Aunque yo misma no lo consumo, entiendo que para él era imperativo comerlo. Su dolor me partió el alma, ¿cómo podía disfrutar la playa o la comida cuando un alma cercana a mí sufría de esa manera? Alrededor hermosas turistas extranjeras bailaban y comían mientras un grupo de meseros locales les acercaba todo tipo de bebidas. Nadie veía al perrito, nadie lo notaba, no era su color, no era su estatura, simplemente sus ojos eran ciegos hacia él. Y sí, ahí se notaba la desigualdad, la falta de bienestar para todos los que habitamos este mundo y que se va intensificando cada vez más y más con la movilidad.

En su cuello había un collar, me marché esperando que alguien estuviera preguntando por él. Y así, fue forzado a ser de los que luchan, los que resisten por sobrevivir en el lugar que alguna vez habitaron y que, ahora, parece no pertenecerles.

Quizá la gentrificación no empieza con un edificio nuevo, sino con la ceguera a quien ya estaba ahí.  “¿A quién estamos dejando de ver hoy, en nuestras propias calles?”

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas