Libre en el Sur

Mira papi, sin manos

“Es así como invité a mi padre a acompañarme cuando escribo. No intento revivirlo a él sino a él en mí, en mis líneas”.

POR MARIANA LEÑERO

Cada quien tiene formas distintas de transitar por el duelo.  A veces es necesario tragárselo de una bocanada, ¡glup!,  o de a poquito, en pedacitos,  cagados de miedo, inocentes como niños, valientes como atletas o enojados como tormenta. Uno lo traga a la fuerza: con desesperación, con enojo, con dolor, vencidos o sin darnos cuenta. 

¡Glup!, la incomodidad de la ausencia pasa por el esófago, silenciosa y espesa. Aprieta los pulmones, apachurra el corazón cansado. Hacia arriba:  un trayecto muy largo, hacia abajo, intenta resguardarse. En cualquier órgano: en el hígado, en el páncreas, en el estómago. Quizás en un brazo, en la planta del pie, en un ojo.  

Mi duelo se acomodó en mis manos. Decidió meterse ahí para convertirse en algo, o en nada, estorbando menos o estorbando más, quién sabe. 

Mi padre era escritor y periodista; escribía de todo: cuentos, novelas, guiones, reportajes, obras de teatro…. Yo nací escuchando el “taca, taca” de su máquina Olivetti retumbando por las paredes de la casa. Incluso, cuando murió, pasaron varios meses en que lo seguíamos oyendo. “Nos está jugando una trastada”, pensábamos, pero mi papa no hacía esa clase de bromas y entendimos que solo era el eco de su ausencia. Ese también había que tragárselo ¡glup! 

Cuando éramos pequeñas le gustaba contarnos historias; nos sentábamos en el parque, en un café, en el cine, fuera de la iglesia, y señalaba: “¿Ves aquella viejita…?”, y ahí comenzaba todo. Nos hacía reír, llorar, imaginar. Creíamos que era verdad la mentira de quien espiábamos. Al llegar a casa, se encerraba en su estudio, donde todo sucedía. “No lo molestes”, era la orden. Yo sabía que el humo de su cigarro y el de sus ideas serían sus únicos compañeros y para mí, mis más próximos rivales.

Me llené de miedo y dolor; las correcciones en plumón rojo se volvían sangre y ahora había que curar y cuidar las frases.

Mi padre se obsesionaba con las palabras, las frases, las noticias, los chismes, las historias. Le gustaba leer, preguntar y escribir. Era como si cargara en la espalda un morral en el que iba guardando lo que leía, veía o recordaba, para luego subirse a su estudio a escribir.

“Tendría que haber una forma de acercarme a él”, pensaba. En la primaria, escribí cuentos. Concursé varias veces y gané algunos premios. Recuerdo el estuche de colores Prismacolor gigante que Cristina Barros, la directora, me entregó orgullosa. Brillantes como el arcoíris. Cada color me invitaba a construir un puente que me permitía subir y gritar desde arriba: “Mira papi, sin manos”. Pasaron los años y continué escribiendo. Tengo varios diarios, los de niña, los compartidos con amigas, los de joven, los que deben guardarse con llave, los que les escurren lágrimas y los que tejen sueños trasformados en nubes que no volveré a leer y se irán conmigo. Escribí cartas a amigos y novios. Aquel amor de lejos, con el que me volví poeta, o al menos así lo sentía.

Cuando surgieron las redes sociales, transporté mis pensamientos en letras. Sostuve mis palabras en un mundo virtual de amigos y desconocidos, pero mi padre no estaba allí, ni siquiera tenía teléfono móvil. El “Mira papi, sin manos” era inútil. 

Ya de adulta hice una maestría; aquella que, más que enseñarme lingüística, me enseñó lo hermoso de ser hija de mi padre. Él me acompañó esos años, corrigiendo con paciencia, precisión y con su plumón rojo lo que yo escribía. Hablábamos de cultura, gramática y lenguaje. Aprendí a escribir de verdad: la economía del lenguaje, frases cortas, la personalidad de la ortografía: los puntos aparte, los suspensivos, los puntos y coma… Mayúsculas, verbos, sustantivos, pronombres nos unían de tal manera que esperaba con ansia sus correcciones.  Habíamos encontrado otro lugar en donde hablar con ese propósito. Aún me faltó aprender más, pero fue suficiente para continuar escribiendo.

Pasó el tiempo y mi padre enfermó. Me llené de miedo y dolor; las correcciones en plumón rojo se volvían sangre y ahora había que curar y cuidar las frases. Me tocaba corregir el texto de nuestra nueva vida, o de la vida que se acababa. Lo acompañé en el hospital varias veces. Con plumón rojo apuntaba las instrucciones del doctor. En el hospital me tocaba distraerlo contándole historia de las personas de “afuera”.  Igual que como él lo hacía con la historia de la viejita que pasaban frente a nosotros cuando era pequeña.

“No te mueras”, le pedía en silencio, aunque él ya no me escuchaba. La historia estaba escrita; el reportaje tenía que ser contado y la obra de teatro llegaría a su fin. Me tuve que tragar el dolor y las lágrimas. En esos momentos, yo traía el plumón rojo para escribir esperanza con mayúscula y puntos suspensivos. Pero murió. Se fue y no había ninguna palabra o frase que entendiera la tristeza de su ausencia; ni su máquina, ni sus cartas, ni sus enseñanzas calmaban mi desazón. Intenté transitar por el duelo, tragármelo, ¡glup!, pero lo escupía. Había que escribirlo, había que traerlo aquí, a mis manos y en las líneas blancas del papel y de la pantalla. 

Es así como invité a mi padre a acompañarme cuando escribo. No intento revivirlo a él sino a él en mí, en mis líneas. Pienso que me lee o imagino lo que me diría. En cada escrito busco ganarme de nuevo esos colores Prismacolor.  Quiero que me trasporten tan cerca del cielo para gritarle: “Mira papi, sin manos”.  Y que me abrace y me recuerde que todo está bien, que la vida es también lo que escribimos y recordamos. Que ahí, entre cada coma, entre cada punto y en las frases cortas, se encuentra cerca, confiado, fumando su cigarro, viéndome escribir y presente en mis historias.

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