“Nunca estará completa la historia del Metro si en su Línea 12 no se colocan placas conmemorativas en un sitio de la memoria con los nombres de las 27 víctimas mortales en una estación de Tláhuac”.
POR PATRICIA VEGA
Hace apenas unos días, concretamente el pasado 20 de abril de 2024, vivimos el final de una era que duró 54 años. Se trata de la llamada “era del boleto del metro”: una pieza de cartoncillo de 5.5 centímetros de largo por 3 centímetros de ancho, atravesada longitudinalmente por una tira electromagnética que era leída por los dispositivos en los torniquetes que te permitían el acceso a cualquiera de las estaciones de las 12 líneas del metro que atraviesan a la CDMX.
Luego de más de medio siglo, en la actualidad el ingreso a la red del Sistema de Transporte Colectivo (STC) es únicamente a través de la Tarjeta de Movilidad Integrada (TMI) que se obtiene de manera automatizada en máquinas expendedoras programadas para tal fin y cuyo precio varía dependiendo del monto de la recarga.
Más allá de la modernización de un sistema de transporte y de la memorabilia específicamente asociada al boleto del metro, la noticia me remontó a una infinidad de recuerdos deshilvanados que convergen en una vida, la mía, cuyo origen ocurrió en la punta norte del país y que he vivido mayoritariamente como una más de las miles de chilangas adoptadas por una ciudad-madre de dimensiones monstruosas.
La primera vez que recibí el impacto de conocer un museo dedicado a la historia del transporte colectivo de una gran metrópoli fue el del Metro de la ciudad de Nueva York. Pasé horas inmersa en las historias desplegadas a través de objetos y fotografías colocados en los distintos vagones que habían sido reconvertidos en salas de museo. La ingeniería requerida para una obra de tal magnitud difícilmente puede transmitirse sin la existencia de un acervo fotográfico que haya capturado las distintas etapas de su construcción, así como la adopción de las distintas innovaciones tecnológicas a lo largo del tiempo.
Siempre que viajo fuera del país y recibo un gran impacto me la paso pensando en hasta cuando tendremos en México algo así. Pues bien, pasaron munchos años en los que añoré tener en la CDMX un gran museo dedicado a la historia de ese portentoso transporte cuyo nombre acortamos como Metro. La espera terminó en el año 2017. Sin embargo casi pasó desapercibida tanto por lo modesto del proyecto museístico de carácter oficial y debido a que apenas se daba estando a conocer su creación e inauguración en la estación Mixcoac, en la malhadada línea 12 del Metro, cuando nos cayó encima la pandemia del COVID que trastocó la vida de millones de personas en todo el mundo con consecuencias trágicas como la muerte y efectos secundarios aún por descubrir y analizar, amén de los diversos efectos económicos y sociales en los que todavía estamos inmersos.
Regresemos al meollo de este texto: en uno de los puntos subterráneas de la Alcaldía Benito Juárez tenemos la prerrogativa de contar con un pequeño Museo del Metro, cuyas siete salas contienen sorpresas –escasas, es verdad– dignas de ser conocidas. Tal vez mi entusiasmo proviene de mi adicción por los museos y sitios de la memoria en que ocurrieron hechos de diverso contenido histórico.
Empecemos un recorrido que evocaremos a través de las siguientes descripciones. Las angostas escaleras que dan acceso a la estación Mixcoac, me remiten a una simbólica entrada a ese inframundo prehispánico que perdura en la CDMX. El paso al Museo del Metro es gratuito y se da a través de una hilera de torniquetes que simulan el acceso ese servicio de transporte.
En las siete salas –4 permanentes y 3 temporales– se exhiben planos, maquetas y fotografías que atraparon el proceso de construcción del metro desde su planeación hasta la construcción de algunas estaciones de las Líneas 1 y 2, así como piezas de origen prehispánicas que fueron encontradas durante las excavaciones que se realizaron para construir este medio de transporte. También se exhiben uniformes, butacas, objetos de uso cotidiano en el Metro y parte de una colección de arte prestada por la cooperativa de refrescos Pascual, con cuadros de destacados pintores mexicanos.
Sin duda, uno de los espacios más atractivos es el constituido por el material gráfico de la iconografía –logotipos, tipografía y señalización– de las primeras líneas del metro a cargo de un equipo encabezado por el diseñador Lance Wyman, y la exhibición de la pieza “Imagen México” que fue la primera exposición multimedia de múltiples retratos en México, realizada por el arquitecto Edmundo Terrazas para inauguración del Metro en 1969.
Pero regresemos al inicio de este texto: la historia del Metro también se cuenta a través de colecciones de boletos emitidos a lo largo de más de cincuenta años. Sin embargo, poco se ha comentado que con el advenimiento de las maquinas automatizadas para expender tarjetas, también llega a su fin la materia de trabajo de las otrora famosas taquilleras del metro, integrantes de uno de los sindicatos más combativos del país y que ahora son sustituidas por máquinas. Ahora entiendo el comentario de una taquillera cuando acudí a comprar el que sería mi último boleto del metro: “ni se confíe, esas pinches máquinas no dan cambio y se tragan su dinero”.
Cierro estas líneas con la convicción de que nunca estará completa la historia del Metro si en su Línea 12 que actualmente corre de Mixcoac a Tláhuac, no se colocan placas conmemorativas en un “sitio de la memoria” que complemente al museo, con los nombres de las 27 víctimas mortales y 80 personas heridas, debido a la caída del paso elevado cerca de la estación Olivos, que tuvo lugar el 3 de mayo del año 2021. En un mutuo echarse la culpa unos a otros, la polémica sobre las causas del siniestro sigue abierta sin que los responsables –funcionarios y contratistas– reciban el castigo que merecen.
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