Libre en el Sur

Ni les caigo, ni me caen

Cuidarlos parecía fácil: en la mañana abrir la puerta y darles de comer.  En la tarde, lo mismo y meterlos a dormir. Facilísimo, decía la vecina. Los llamas, si no llegan, agitas la cajita de dulces para gatos.

POR MARIANA LEÑERO

Nunca he sido aficionada a los gatos. Ni les caigo, ni me caen.  Cuando los de mis vecinos, Bandit y Haley, aparecen cerca de la casa nos miramos con ceño fruncido. Por varios años vivimos en cómoda indiferencia. Pero llegó el día en que la vecina me pidió que los cuidara porque saldrían de viaje. No me quedó de otra que aceptar.

Mientras escuchaba las instrucciones, suavizadas con un “facilísimo”, Bandit y Haley me miraban con desprecio. Esto más que incomodidad me causaba miedo. Estaba entrando a su territorio

Cuidarlos parecía fácil: en la mañana abrir la puerta y darles de comer.  En la tarde, lo mismo y meterlos a dormir. Facilísimo, decía la vecina. Los llamas, si no llegan, agitas la cajita de dulces para gatos. Como nota al pie de página, agregó: A Bandit y Haley les gusta esconderse en los closets y hay que buscarlos. No había acabado la frase cuando me los imaginé esperando, en posición de ataque y   saltando a mi cabeza, aullando como gatos locos y acomodándome despiadados rasguños.  Pero asentí con sonrisa hipócrita.

Los vecinos se despidieron  y me quedé sola. Sin pensar, salí corriendo. Estaba segura que Ricardo me ayudaría. Pero lo único que obtuve de él fue la seguridad de saber que tiene algo de gato: ceño fruncido y elegante indiferencia.  Entonces me di ánimos: De que puedo, puedo y puedo sola.

Ya era de noche y tenía que regresar a la casa de los vecinos. Abrí la puerta con cautela y con apenas un hilo de voz llamé: ¡Bandit, Haley, vengan…!  Nada.  Agité como maraca la cajita de dulces para gato. Nada.  Pasado el tiempo, lo que en un inicio había sido un hilo de voz era ahora un aullido de loba: ¡Carajo, Bandit, Haley, vengan…! Pinches gatos, ni les caigo, ni me caen.  

Habría que buscarlos en los closets. Agarré una escoba para defenderme y subí a los cuartos.  Primer closet, segundo, tercero… No estaban. Lo que sí estaba eran objetos amontonados que se me venían encima: sábanas hechas maraña, juguetes viejos, ropa roída, zapatos sin par, calzones, bolsas llenas de “no sé qué”. Había unos clósets más limpios que otros, pero al final encontré intimidades que no me correspondían y menos tenerlas que limpiar. Definitivamente nunca los vería igual.

Pasaron las horas y por fin Haley apareció en el jardín. No quería entrar. Dando un salto de acróbata, agarré la manguera, de agua, la prendí y comencé a disparar. Con un miau de vieja loca, Haley obedeció. Ahora faltaba Bandit.   

Tic, tac, tic tac y no aparecía. ¿Y si se pierde? ¿Y si ya no vuelve?…  Pero Bandit llegó. Llegó cuando se le dio su gana, pero llegó. Había ganado. Así como fue que fracasada comencé a idear mi plan.  Un plan sencillo. Racionalizar la comida.  De media lata de pasta asquerosa que dicen llamar comida, les daría un cuarto.  Para la hora de la cena, llegaría tres horas tarde. Nada de dulcecitos o comida seca.   Como no sé de gatos y ni quería saber, decidí que el plan no era cruel, además si lo era, los gatos no hablan.

En la mañana les abrí la puerta del jardín, cambié el agua, acomodé la ración de comida estipulada en mi plan y me fui. Cuando regresé, los encontré con el ceño fruncido de siempre, intentando no perder la elegancia, pero era imposible no percibir su inquietud. ¡Bang!, ¡Bang!, desfundé la pistola y disparé.  Aquí la que manda soy yo.  Aquí los que esperan son ustedes.   Los tenía a mis pies y adentro de la casa. Coloqué la comida y me fui sin una gota de compasión. El plan funcionó, no una, sino dos veces.   

Cuando regresaron los vecinos no pude resistir mirarlos con cierta vergüenza e incomodidad.  No estoy segura de que se darán cuenta que vi lo que vi.  Pero de lo que sí estoy segura es que a mi partida, Bandit y Haley brincaban de gusto.  Ahora sé que ustedes saben que yo también.

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