Libre en el Sur

Hasta que la nieve nos separe

“Sonríe, acomódate los guantes, aprieta el casco, evita resbalarte, no sueltes los palos, mantén quietos los esquíes y con las botas tamaño hipopótamo, atínale a la tabla hasta oír un clic”.

POR MARIANA LEÑERO

Cuando nos venimos a vivir a California una de las ilusiones de Ricardo era aprender a esquiar y disfrutar de la nieve durante las vacaciones en familia. Yo estaba abierta a cumplir con su sueño, pero definitivamente no lo compartía con el mismo ahínco.

El conocimiento que yo tenía de la nieve era muy distinto a lo que uno ve en las caricaturas de Heidi. Nieve abundante,  aterciopelada cubriendo los Alpes Suizos. No, lo que yo conocía era la nieve aguosa, anímica y moribunda que descansaba en las faldas del Nevado de Toluca.  Cuando éramos chicas mis padres nos llevaban de excursión los domingos de invierno.

La aventura comenzaba con nuestros sweaters de Chiconcuac, que más que calentar, picaban como piojos hambrientos, pero nos daban el “look” navideño.  Antes de apretujarnos en el carro, acomodábamos en la cajuela las tortas que nos preparaba Cele, un termo de café y chocolate caliente, y colchas para protegernos del frío. No podían faltar las cajas de cartón que desarmábamos para convertirlas en trineo.  Esa nieve para mí era la más brillante del mundo; blanca como las carcajadas de mi madre y divertida como los chistes de mi padre durante el camino.  Cómo olvidar cuando nos deslizábamos por el torrente de nieve lodosa, con piedritas que se encajaban en nuestros traseros y que marcaban en el corazón otra historia familiar compartida. ¡Qué divertido era!  Y al regreso, disfrutábamos del  desfile de muñecos de nieve construidos en los techos de los carros, que se iban desfigurando al igual que nuestra emoción, al llegar a la ciudad y saber que al otro día iríamos a la escuela.

Pero de la nieve de la que hablaba Ricardo era otra. En vez de suéteres de Chiconcuac, necesitábamos todo un armamento de ropa: medias y blusa térmica, calcetines gruesos, pantalones tiesos y anchos, chamarras esponjosas e incómodas, casco, guantes, lentes, cubre boca, cubre cara… en fin, madre y media.  En vez de cajas de cartón, se necesitaban tablas, esquís, palos y botas robóticas y duras como acero.

El conocimiento que yo tenía de la nieve era muy distinto a lo que uno ve en las caricaturas de Heidi. Nieve abundante, aterciopelada cubriendo los Alpes Suizos.

Y si era difícil lidiar con mi propio disfraz, era aún imposible lidiar con el de Regina y Sofia de apenas 3 y 4 años. Entre frio, berrinches y su propia torpeza motora hacían que la nieve estilo Heidi se poseyera del mismísimo diablo y me sintiera dentro de la película del Exorcista.

 Y pese a que Ricardo era testigo de la presencia de grietas en su propio sueño, se apresuraba a resanarlas con su predecible e incansable actitud positiva.

“Hasta que la muerte nos separe”, pensaba en mis adentros, mientras caminaba como robot cagado, sosteniendo esquíes, palos, casco, lentes, guantes y  empujando  niñas mocosas y friolentas.  Pero Ricardo tenía la solución, o eso creía. Todos tomaríamos clases para que en la tarde estuviéramos listos a conquistar elegantemente la montaña.

Nos separaron en grupos. Primeras indicaciones: sonríe, acomódate los guantes, aprieta el casco, evita resbalarte, no sueltes los palos, mantén quietos los esquíes y con las botas tamaño hipopótamo, atínale a la tabla hasta oír un clic.Párate sin caer y trata de no sudar porque no tienes ninguna mano libre para limpiarte. Y comienza el baile:  cadera pa´ delante, empuja con los palos, muévete de lado a lado y aprende a colocar los esquís en forma de pizza, como un freno que evita que te estrelles en los árboles. Si te caes, aguanta el dolor de la vergüenza, que se suma con el del trasero y las rodillas.  Busca donde quedaron aventados los esquíes, arrástrate a recuperarlos (sin hundirte en la nieve) y comienza de nuevo con el numerito. Después de unas cuantas horas de sube y baja, de perseguir el lift, de cagarte de frio, y de tratar de controlar tus piernas temblorosas, te despides con sonrisa hipócrita y mientes haberlo disfrutado.  

Mientras caminaba hacia Ricardo, mi único deseo era que ellos hubieran odiado la experiencia tanto como yo y así irnos a tomar chocolatito caliente. Pero los sueños, sueños son. Por el contrario, me encontré con un Ricardo ilusionado que me recibía con una frase insoportablemente festiva: “La práctica hace al maestro”.  

No fue hasta que nos quedamos los cuatro solos, dispuestos a poner en práctica lo aprendido cuando el fracaso se reveló.  Frente a una pista lisa y ancha, como la confianza de Ricardo, iniciamos la cuenta recesiva para bajar todos juntos: a la una, a las dos… y no llegamos a la tres cuando Regina salía disparada montaña abajo. Yo le gritaba histérica: ¡pizza, pizza! y azotaba en la nieve perdiendo la respiración. Mientras tanto Sofia se peleaba con los esquíes, contorsionando el cuerpo como moño y gritando como si la estuvieran matando. Ricardo sin poder moverse, me miraba tieso presenciando incrédulo la muerte de su sueño.

Después de esto, las niñas y yo tardamos años para volver a la nieve, mientras tanto Ricardo aprendió a hacer snowboarding convirtiéndolo en su deporte favorito que compartió más tarde con Sofia.

Me llevó tiempo entender que su ilusión era real y duradera, y que si la muerte aún no nos había separado, tampoco lo haría la nieve. En todos estos años, grité, temblé, lloré, y me accidenté, y hoy puedo decir que no solo aprendí a esquiar, sino que lo disfruto; ahora me acompañan risas y emoción cuando disfrutamos Ricardo y yo la nieve juntos.  Cada vez que bajo por la montaña, es un triunfo al amor que le tengo a este desgraciado. El amor que me llevó hasta el límite de mis miedos y que me regaló el arte de querer a la nieve aún más que como la quise cuando íbamos con mi familia al Nevado de Toluca.

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