‘No recuerdo cuándo dejé de subirme a un árbol, pero sí recuerdo cuándo talaron el último de mi calle’.
POR MELISSA GARCÍA MERAZ
Nací y pasé buena parte de mi infancia en Iztapalapa. En esos lares —y en donde ahora me encuentro— no había lujos ni espacios de esparcimiento. Los parques, las canchas, las plazas comerciales no eran algo raro ni inaudito: simplemente no se asomaban a la imaginación, porque nunca los había visto.
Pero sí había muchas otras cosas, recuerdo mi escuela. Un gran espacio, aunque bastante improvisado, con láminas en el techo que hacían imposible escuchar al profesor cuando llovía. El patio era particular: tenía lo que recuerdo como un estanque de agua. Aunque a mí me parecía enorme, como un lago. Tal vez ni siquiera era un estanque, sino un estancamiento. Ahí nos amontonábamos todos los pequeños estudiantes durante el recreo a ver si aparecía una rana o lográbamos atrapar algún ajolote entre las manos. A menudo nos regañaban: no se podía —o más bien, no se debía— estar ahí. Había algunos árboles también, que daban una sensación selvática a ese espacio lleno de agua, surcos y pequeñas montañitas de tierra. Sí, no había plazas con marcas lujosas, ni parques enrejados y con claras delimitaciones del resto del espacio pero había muchas otras cosas creciendo libres, sin cercas.
Alrededor de mi casa también había muchos lugares sin construir. Solo montones de tierra, algunos árboles y muchas hierbas. Mi abuela solía pedirme que arrancara algunas para dárselas a sus pájaros. Subir a un árbol es, quizás, una de las experiencias más increíbles que se puedan tener. Pero para eso, el tronco debe haber crecido de una manera particular. No hablo de un árbol alto y esbelto, sino de uno que haya crecido torcido, libre, esquivando todo a su paso. Con raíces por un lado y por el otro. Dicen que la mejor forma de crecer es hacia arriba, hacia las estrellas, en línea recta. Yo creo que la mejor forma de hacerlo es así: chueco. A veces hacia arriba, a veces hacia abajo, otras veces a la derecha o a la izquierda. Libre, surcando todos los obstáculos posibles.
Así son los árboles que me gusta mirar detenidamente: los que alargan sus brazos buscando al que se encuentra en la acera de enfrente, formando un arco sobre la calle que más bien parece un abrazo de dos amantes entrecruzando el cielo. Esos enormes árboles que crecen atravesando plantas, rocas, muros o cementos olvidados.
En el pueblo de mi abuela sí que había árboles para escalar, para conocer, para subirse y sentir el aire en el rostro. En aquellos años, después de trepar a un árbol, me recostaba en el pasto y me gustaba dejarme rodar cuesta abajo por la colina. Era un evento peligroso. Quien lo ha hecho sabe que no es como en los parques ni como en las películas: la tierra libre crece con algo de pasto y piedras, agujeros y ramas por todas partes.
No recuerdo cuándo dejé de escalar. Cuando dejé de rodar por la tierra. Cuando dejé de buscar una colina con pasto —o sin él— para lanzarme cuesta abajo. Pero sí recuerdo el día en que te tomé de la cintura. Te convencí de que nos sentáramos en lo alto de una colina y, sin que lo adivinaras, te jalé cuesta abajo. Y así salimos rodando los dos en picada. Creo que debí sentir miedo. Pero vi tus ojos, sorprendidos, asustados, con ese tono rojo que aparece en tu rostro cuando te conmueves, te emocionas o te avergüenzas. Esa sonrisa tuya, la de cuando eres feliz, también apareció entonces, mientras me abrazabas para que no me lastimara. Así como me tomas del brazo cuando tropiezo, cuando me sostienes y yo me aferro a ti para no caer. Así, siendo uno, rodamos colina abajo. Apenas tocamos el piso, comenzaste a reír a carcajadas.
Hace tiempo me dijiste que soñaste que rodábamos abrazados por una colina. En ese parque al que escapamos un día fuera de la ciudad. El único día que lo hicimos. Que dejamos atrás el concreto, las avenidas del progreso que eliminan parques, árboles, arbustos… y hasta la libertad de transitar por los caminos y la posibilidad de estar en silencio con la tierra. Ese lugar donde, como decía Lezama Lima, “la palabra del árbol y el susurro de la piedra”, el lenguaje de la naturaleza, se unen para recordarnos que aún podemos trepar, que aún podemos rodar.
No por nada, en el mito nórdico sobre el origen de la humanidad, los dioses crearon al primer hombre y a la primera mujer a partir del fresno y del olmo. Sí, como decían los mitos nórdicos, nacimos de los árboles, tal vez sea por eso nuestro deseo intenso de regresar a ellos. De subir por sus ramas, de alcanzar sus copas. Por eso el deseo de sentarnos a su sombra, de acariciar sus cortezas, de dejar que la infancia nos guíe por senderos más suaves, menos lineales, más libres.
Tal vez la humanidad no está perdida, mientras haya un niño que aún quiera trepar, una mujer que recuerde rodar, un amor que sepa florecer bajo las ramas. El amor no siempre se construye con palabras. A veces, se enraíza. En una colina, en un tronco, en una carcajada. En el reflejo de tu mirada mientras ruedas, cobijado por la sombra de un árbol.
No recuerdo cuándo dejé de subirme a un árbol, pero sí recuerdo cuándo talaron el último de mi calle.
Uno no deja de trepar árboles. Se los talan.
Uno no deja de rodar por la tierra. Se la pavimentan.
Uno no deja de amar en libertad. Te encajonan la vida dentro de la monotonía diaria.
Por eso necesitamos árboles en la ciudad: para recordar que el cuerpo también ama a la tierra. Que crecer es también saber abrazar lo que se alza hacia el cielo y las estrellas y se enraíza en la tierra. Y que rodar con alguien por la tierra, a los pies de un árbol, en una colina, es —quizás— la forma más antigua de decir te amo.
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Facultad de Psicología, Universidad Nacional Autónoma de México.
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