No me voy a ir de aquí

Foto: Francisco Ortiz Pardo
Lo primero que pusieron fue un hotel lujoso. Después le compraron su casa a doña Lupe, en la esquina tenía un pollo donde saltábamos. Ahora hay un café con nombre en inglés.
POR NANCY CASTRO
Escuché su voz desde adentro. No me voy a ir de aquí, aquí nací y aquí voy a morir. Parecía que se había encerrado a cal y canto. Afuera las máquinas taladraban los cimientos de su pueblo. Hacía tiempo que familias habían dejado sus casas, otras al morir y no dejar a nadie de por medio, las propiedades quedaron en manos de las autoridades, quienes han hecho poco a poco una reconstrucción insigne de “Pueblo Mágico”.
De los primeros pobladores sólo queda mi abuela Elena. Cuando llegaron a ofrecerle dinero por su casa, les cerró la puerta en las narices. Tiempo después regresaron pero nunca volvió a abrirles. Desde entonces no sale de su casa.
—Abuelita, por favor ábreme.
—¡Entiende!, por qué voy a entregarles mi casa. Aquí nací y aquí voy a morir.
Mi abuela me contaba que cuando era niña recorría cerros hasta llegar a la escuela. Que el sereno y la puesta de Sol le indicaban cuándo debía regresar, que las calles no existían, que sólo había luz de un faro que estaba a la entrada del pueblo, la cual indicaba que ya era de noche porque ya no se veía nada y todos debían meterse.
Solo había unas cuarenta casas, a lo mucho. Me lo contaba mientras se mecía en su silla, y tejía con sus ojos cansados. “Puedo decir que vi crecer todo esto, que ya no queda mucho de lo que era”. Yo solo la escuchaba con mis ojos de niña. Cómo se puede recordar con tantos detalles, pensaba.
Y sí, ella vivió la evolución. Del pueblo donde nació ya quedaba muy poco. Lo habían dicho en las noticias, en los discursos municipales: “zona de oportunidad” “rescate urbano” “desarrollo sostenible”. “Pueblo Mágico”
En el tiempo de mi abuela la gente se entretenía con lo que se contaba: cuando alguien ya había muerto, nacido o casado. Se entretenían con lo que miraban en el camino: “ya crecieron los ahuehuetes, el mezquite hay que podarlo, los encinos van a dar buena madera”. Mi abuela, estaba muy orgullosa de que su pueblo diera tan buena madera. Cuando me contaba lo que había antes y señalaba, parecía como si sus dedos tocaran las memorias suspendidas en el aire. Cada movimiento marcaba un sitio invisible. Caminé hacia la ventana y entonces el faro volvía a encenderse y un parpadeo largo, amarillento, dudaba de su propia existencia. Y como si viajase en el tiempo, afuera, las mismas casas desmoronadas, la calle de tierra reseca, los alambres colgando de los postes como brazos dormidos. Pero había algo distinto. No sabía qué era. Tal vez el silencio. O el modo en que las sombras se deslizaban, alargadas, como si recordaran también.
Afuera seguían trabajando con sus cascos blancos, con sus planos y su lenguaje de promesas: que conservarían la memoria, que seguirían con el desarrollo y que el proyecto atraería a gente extranjera y por lo tanto el pueblo por fin aparecería en el mapa.
—Abuela… —dije, apenas audible. La madera crujió. No supe si fue su respuesta o el eco de la casa respirando.
—No me voy a ir de aquí. Esta tierra tiene mis huesos y mis partos y si viniste a convencerme, ya te puedes ir yendo.
El muro de su puerta empezó a agrietarse. No como algo que se rompe, sino como algo que quiere volver a ser. Ahora que la oigo detrás de la puerta, entiendo que ella es parte de lo que se niega a ceder. Parte de la grieta.
Lo primero que pusieron fue un hotel lujoso, justo donde jugábamos a la cuerda cuando veníamos de vacaciones. Después le compraron su casa a doña Lupe, en la esquina tenía un pollo donde saltábamos. Ahora hay un café con nombre en inglés. Cuando murió don Chucho, su esposa vendió la casa que ahora es un bar. Tras las elecciones presidenciales remodelaron la casa municipal, porque el nuevo presidente, llevaría al pueblo a la cúspide del desarrollo turístico. Y entonces la gente que tenía dinero quiso tener más dinero y se unió a los inversores. Donde estaba el gallinero de don Blas ahora es un banco. Mi abuela desde los inicios se quejaba de todos los cambios y yo le decía:
—A ver Elenita, mientras estemos vivas, todo va a seguir cambiando.
—Mira escuincla, en primera, mucho respeto, eh, no me digas Elenita porque soy tu abuela. Y en segunda, tú qué vas a entender, si no naciste aquí.
Pensaba que eran sus cosas de la vejez. Pero ahora la entiendo. Hacen cimbrar su tierra con cada golpe de pico, con cada tubo que clavan como si pudieran arrancar sus raíces. Hacen cimbrar su tierra cuando trazan líneas sobre los mapas sin saber que bajo cada trozo hay una historia, una vida, una oración en voz baja. Hacen cimbrar su tierra y están cimbrando su vida entera, la de su madre, la mía. Porque no entienden que la casa no es de adobe ni de ladrillos, sino de tiempo. Y el tiempo, cuando se rompe grita.
De pronto, todo paró.
Los trabajadores dejaron de taladrar, el silencio se apoderó del aire como una sábana pesada. No era el silencio del descanso del fin de la jornada. Era otro. Más denso, más hondo. Como si la casa contuviera la respiración.
Se miraban entre ellos sin decir nada. Uno dejó caer el casco. Otro se santiguó, sin disimulo. Y sin una palabra, comenzaron a irse. Uno a uno. Como si algo que no podían explicar les hubiera tocado la espalda. Me quedé parada en la puerta. El piso estaba tibio, algo debajo estaba vivo.
Las luces se apagaron y las sombras se recogieron. La vieja casa de mi abuela se había quedado suspendida entre excavaciones, fachadas remozadas y tiempos atemperados.
Entonces entendí: la casa había decidido defenderse sola. Ya no hacía falta gritar, bastaba con quedarse.
El silencio duró días. Nadie más volvió. Ni los ingenieros, ni los funcionarios con sus carpetas brillantes. Las vallas del proyecto “Pueblo Mágico” se fueron oxidando al sol cubiertas de polvo y hiedras. El pueblo, por primera vez en mucho tiempo, respiraba sin ser observado. Los pocos turistas que quedaban se fueron yendo poco a poco.
Una mañana, encontré la puerta de la casa de mi abuela entreabierta. En su habitación, la mecedora aún se movía, aunque no había nadie. Sobre la cama, un ovillo nuevo, y una nota escrita con letra firme, sin temblor. “Cuando una casa se acuerda de sí misma, nadie puede derrumbarla”. No lloré. Agarré el ovillo. Salí al patio y me senté donde ella solía sentarse.
Tomé las agujas. Y empecé a tejer.