“El problema no es solo mi falta de coordinación –que ya es bastante mala–, sino mi eterno reflejo de cerrar los ojos cada vez que algo se acerca demasiado rápido”.
POR MARIANA LEÑERO
Nunca fui buena con los deportes que requirieran el uso de algún tipo de pelota. Ni grandes, ni chicas, ni duras, ni blandas. Tampoco con los que requieren el uso de algún tipo de raqueta, bate o palo, o los que implican el movimiento de pies, manos o cualquier otra parte del cuerpo.
Crecí en un ambiente donde las limitaciones deportivas carecían de importancia. Aun cuando mis padres nos inscribían en varios deportes, comprometerse con alguno no estaba en su manual de paternidad. Confieso que mi problema no solo se debía a la falta de práctica, sino que también nací con una limitación para realizar actividades que requieren movimiento y coordinación, así como para entender la relación que existe entre mi cuerpo y los otros. Es decir, nací torpe.
Estudié en el Colegio Madrid, donde, como en muchos otros colegios de México, el fútbol es la esencia de la vida estudiantil. Así que, para quienes, como yo, el manejo adecuado del balón nos había sido negado, esa esencia había que encontrarla en otra parte. Eso se oye fácil, pero no a la edad en la que pertenecer es el deseo principal e insistente, como los mismos granos que se adueñan del rostro en los momentos menos oportunos. Así fue como el fútbol lo viví desde mis sueños y en las gradas.
Con el voleibol pasó lo mismo: ahora el movimiento descoordinado de los brazos y las manos robaba la atención de quien me mirara. Ni para tocar, ni para pasar, ni mucho menos para sacar. Para acabarla de amolar, la cancha estaba en medio del patio principal, como un escaparate. Era mejor hacerse la mensa e irse a comer lunch en las jardineras.
Tuve un poco más de suerte en el juego de quemados. Quizás porque ahí no había que tener mucha técnica. Se utilizaba una pelota de tamaño accesible y menos dura. Si tenía suerte, podía apachurrarla entre mis dedos como si fuera una almohada y lanzarla para “aniquilar” al contrincante. Al mismo tiempo, moviéndome como fuera (con estilo o sin él), podía esquivar proyectiles que, si no me mataban, lo hacían con otros compañeros. Pasabas desapercibido, y lo mejor era que, mientras tirabas, brincabas y esquivabas la pelota, era válido cerrar los ojos.
Agregado a mi torpeza deportiva, estaba este peculiar reflejo: cerrar los ojos en el momento en que un objeto se dirigía a mí, o cuando corría rápido, tenía miedo o emoción.
A mi corta edad, ya les había sacado un par de sustos a mis maestros, enfermeras y a mis padres: frente descalabrada, barbilla abierta, rodillas rajadas. Las primeras veces llegué directito al hospital, pero después ya solo me levantaban del suelo, apretaban la herida y tenían que decidir si dejarme en la enfermería o llevarme al hospital para regalarme unas cuantas puntadas o ponerme esos simples “pegotitos” que parecen moñitos de niña idiota. Yo solo recuerdo las miradas que escondían preguntas insistentes: “¿Otra vez?”, “¿En serio es la misma niña?”, “¿Que no sabe abrir los ojos esa babosa?”. Aquí tengo algunas de las sombras marcadas en mi piel de una que otra de esas heridas.
Pasaron los años, y eso de cerrar los ojos quedó en el olvido. También mis limitaciones deportivas dejaron de tener importancia, y comencé la reconfortante aventura de ir al gimnasio (y gustarme), hacer senderismo y correr, ahora sí con los ojos bien abiertos.
Hasta que llegó el pickleball. Pensé que un deporte con un nombre tan absurdo como “pepinillo” no podía ser tan difícil como el tenis, en el que por supuesto ya había fracasado. “¿Qué tan difícil puede ser este deporte con semejante nombre?”. Pero desde la primera vez que entré a la cancha entendí que el pickleball no tenía nada de pepinillos ni nada de sencillo.
Aun cuando la pelotita parece juguete de feria y las “raquetitas”, un híbrido entre las de ping-pong y playa, las reglas y la coordinación que se requieren son igual de complicadas que en cualquier otro deporte. Y ni hablar del sistema de puntos, que parece diseñado para que no sepas qué está pasando y mejor te concentres en atinarle a la pelota.
El problema no es solo mi falta de coordinación –que ya es bastante mala–, sino mi eterno reflejo de cerrar los ojos cada vez que algo se acerca demasiado rápido. No importa cuántas veces me lo repita: “Esta vez no cerraré los ojos”. Mi cuerpo simplemente no coopera, y si logro tocar la pelota, esta sale disparada en la dirección más inesperada: la red, el cielo, la cancha de al lado o, en el peor de los casos, la cara de algún pobre espectador.
Lamentablemente para mí, los avances en las clases que he tomado con mis amigas tienen poco de qué presumirse, y cuando me invitan a practicar con otras personas, hasta me dan ganas de decirles que es mi primera vez, y trágicamente lo creen.
La última vez me tocó una compañera que tenía el espíritu competitivo que todo buen deportista necesita; sin embargo, también tenía la poca paciencia que una persona torpe como yo no busca en un amigo. Por más que me explicaba una y otra vez que no pisara el “kitchen”, que no debía gritar el punto o que debía mantener la pelota dentro de la cancha, yo solo estaba ocupada luchando contra mis instintos más básicos: “no cerrar los ojos”.
La única diferencia entre lo que me pasaba en mi juventud, ahora es que, hoy en día, me vale madres. Mientras los otros jugadores se mueven con agilidad, calculan sus tiros y hacen golpes elegantes, yo simplemente me pongo a disfrutar de la compañía, de un buen día de sol y de lo divertido que es estar viva. Viva con cicatrices que han sanado, pero también viva y con la posibilidad de que vuelva a crear otras.
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