Otoño en el CCH Sur

Foto: especial.
¿Alguna evocación de violencia o muerte en ese hermoso lugar que se ha convertido en el epicentro del horror, con un alumno asesinado a plena luz por uno de sus compañeros?
POR IVONNE MELGAR
Diría que casi todo lo que soy universitaria, académica y libertariamente hablando se lo debo al CCH Sur. Incluso el descubrimiento del otoño y mis nostalgias de la convivencia estudiantil.
Y es que ahí descubrí la felicidad de las bibliotecas, los poemas de Rosario Castellanos y Jaime Sabines, el gozo de la arquitectura de los pedregales, árboles, pasto tupido y flores a prueba de pisadas juveniles.
Era noviembre de 1980 cuando adquirí mi número de cuenta en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), como alumna del Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur.
Tenía 15 años. Y apenas dos de haber llegado a México, procedente de El Salvador.
Y si bien nuestra incorporación, en enero de 1979, a la Secundaria Técnica 17 en Coyoacán, nos permitió, a mi hermana Gilda y a mí, meternos de lleno en la dinámica de la convivencia escolar y apropiarnos del entorno del entonces DF, la vida universitaria de los CCH era punto y aparte.
Gracias a la sugerencia de una amiga de Candy, nuestra madre, puse al plantel Sur como mi primera opción de estudios, en contraste con las prepas 5 y 6 que solicitaron las vecinas de la Colonia Educación.
Sabía que mis compañeros de la secundaria irían a la emblemática Escuela Nacional Preparatoria de Coyoacán. Pero las reflexiones de mi extravagante consejera me convencieron.
Sin dejar de fumar, y vestida siempre con faldas y collares largos, uñas delicadamente cuidadas y un maquillaje de diva de TV, aquella mujer me contó que el CCH era el espacio de la revolución educativa continental.
Si quieres salirte de lo convencional, habría dicho, lo mejor que puedes hacer es irte a ese bachillerato que ha reunido a los maestros de izquierda de la UNAM y donde lo importante es aprender a ser críticos.
Seguro fueron otras sus palabras, pero ese fue el sentido de la publicidad que le hizo al sistema de educación media superior que se creó durante la rectoría de Pablo González Casanova en 1971.
La descripción de la amiga de Candy se quedó corta frente a lo deslumbrante que resultó aquella inmensa escuela en la que me perdí varias veces mientras me familiarizaba con sus generosos espacios.
Y claro que había profesores que en su presentación se asumían reivindicadores del movimiento del 68, el amor libre y hasta del consumo del tabaco en clases, una práctica común en esos años.
Pero la grandeza del Sur iba más allá de la ideología de sus docentes, en todos los casos con robusta formación académica, aderezada de entusiasmo y una evidente gana de conmover a los alumnos.
Estaban además sus amplios accesos peatonales bajo arbustos y plantas que nada le envidiarían a un jardín botánico, y sus explanadas, jardineras y áreas para la contemplación y el ocio que la vida estudiantil reclama
Fue descubriendo ese privilegio, el del verde cotidiano que se desborda, que entendí la existencia del otoño: con el sol en la cara y las hojas sobre los pasillos de piedra que se formaban entre los árboles.
Ah, existía también para mí esa estación que las películas estadounidenses mostraban con el viento soplando en el Central Park.
Y era un tiempo hermoso, alejado de la lluvia, al fin, colorido, sin frío paralizante y con la ilusión de la navidad asomándose.
Porque el otoño mexicano era mucho más que una choteada metáfora para la antesala de la tercera edad. Y saberlo me hizo muy feliz en un tiempo en que probé los sinsabores de las materias reprobadas.
Y es que en los primeros dos semestres me ganó la emoción del relajamiento, pues la mayoría de los maestros prescindía de pasar lista y las tareas que se sometían a evaluación era escasas.
Las consecuencias llegaron pronto: la boleta del primer año tenía tache en los casilleros de Matemáticas I y II.
Y aunque en realidad ese tropiezo inicial estaba normalizado tanto como el concluir el ciclo en cuatro años, en lo personal arrastrar aquellos pasivos se convirtió en angustia al inicio del tercer año.
Así que a finales de 1981 me prometí que en 1982 debía dar por concluidos mis estudios de bachillerato, reponiendo los cursos pendientes en el turno 01, como se le llamaba al de las 7 a 11 am.
Fueron meses de intensa concentración y entendimiento de lo que era la disciplina deliberadamente elegida, y corriendo de regreso a casa cuando mis clases regulares terminaban.
Adscrita en el turno 02 que iba de las 10 am a las 2 pm desde la matricula inicial, mi estancia en el CCH incluyó amistades y amores entrañables que serán para siempre.
Lo sé, porque en el preámbulo de mi propio otoño, después de haber conocido otros soleados octubres y luminosos noviembres, sigo de la mano del joven barbón que conocí bajo la frondosa sombra del árbol que nos daba la bienvenida.
Creo que fue una tardecita de septiembre de 1981 cuando Martín Beltrán pasó por esa puerta principal del plantel Sur y mis compañeras lo interceptaron para hablar de alguna fiesta donde lo habían visto bailar.
Poco supe de su voz, porque apenas parpadeó algunos monosílabos. Pero la postal otoñal habita en mis recuerdos, como la imagen seminal de una historia íntima y generacional.
¿Alguna evocación de violencia o muerte en ese hermoso lugar que se ha convertido en el epicentro del horror, con un alumno asesinado a plena luz por uno de sus compañeros?
Sólo los comentarios dolidos, un mediodía de diciembre, en el primer semestre, por los cuatro disparos de un fanático que acabó con la vida de John Lennon, y el lamento musical de Imagina, entonada por los trovadores del jardín central del Colegio.
Sí, casi todo lo que soy se lo debo al CCH Sur, incluida esta nostalgia del México que la normalización de las balas y los filos homicidas nos quitó.