Libre en el Sur

De tal palo tal astilla

Decidí dejarme de pendejadas y consultar a la ciencia (o lo más cercano que tenía): Google. Tecleé: ¿Por qué mi perro me ignora?


POR MARIANA LEÑERO

Hace aproximadamente cinco años adoptamos a Luna. Desde el primer día que llegó a casa, nos dimos cuenta de que tenía más actitud de gato que de perro. La ilusión de que sería una perrita que te sigue a todos lados se esfumó en cuanto se echó su primera caca.

El día de su adopción fue uno de los más felices de nuestra familia. Regina y Sofía estaban viviendo con nosotros, resguardándose de la pandemia, y convencieron a Ricardo de adoptar un perro. Rápidamente, Luna se acomodó en nuestra casa y en nuestro corazón, junto con todas las pendejaditas útiles e inútiles que necesita un cachorro.

Luna es el ejemplo perfecto de “perro COVID”. Se acostumbró a tenernos todo el día en casa y ahora, cuando salimos, no importa si es por tres minutos o tres horas, hace más drama que en una telenovela. Cuando finalmente estamos cerca, se comporta como si fuéramos invisibles. Por más que le pido, le ruego, le lloriqueo o hasta le grito que se acerque, prefiere mantener su distancia.

En la casa, parece que nada de lo que hacemos le importa, pero si algo sucede en la televisión, no se pierde ni un diálogo y con atención absoluta sigue cada movimiento de los actores. Muestra una empatía asombrosa y ladra intensamente frente a discusiones, peleas, fiestas o dramas amorosos.

Un día, mientras navegaba por redes sociales, me topé con Danielle, The Animal Communicator. Curiosa, por no decir apendejada (actitud que me visita seguido cuando estoy viendo TikTok), me quedé escuchando lo que decía: “No es coincidencia que tengas la mascota que tienes. Desde el primer día que la conoces, trae un mensaje para ti”.
Quizás esa es la razón —o al menos la excusa que quiero usar— para justificar por qué apreté el botoncito de “más información”.  Y respondió rapidísimo, como si me estuviera espiando. “Hola, ¿tu mascota está muerta?”. ¡Pum! Me sentí en pleno Halloween. Ella no me iba a ayudar a entender la complejidad de Luna, ¡era una psíquica de perros fantasma! “¡Pero si seré pendeja!”, pensé, mientras, con mano temblorosa, buscaba el botón para apagar el celular para escaparme de cualquier hechizo.  No me había salvado. Ahora, cada vez que entraba a TikTok, me esperaban mensajes de ella, y en Instagram me perseguían sus videos. Mientras manejaba, corría, me bañaba o cocinaba, retumbaba en mis oídos su pregunta: “¿Tu mascota está muerta?”. Solo faltaba que se apagaran las luces y cayera un trueno. Si buscaba la mirada de Luna, esperando alguna respuesta, seguía ignorándome, no sin antes asegurarse de que no me iría.

Decidí dejarme de pendejadas y consultar a la ciencia (o lo más cercano que tenía): Google. Tecleé: ¿Por qué mi perro me ignora? Encontré varios artículos que mencionaban posibles razones: falta de ejercicio, de atención, problemas de salud o de comportamiento. Pero… ejercicio no le falta, atención le sobra y, según el veterinario, no sufre de enfermedades. En cuanto a problemas de comportamiento, come, duerme y caga donde debe. Pero, como confesé, le encanta ladrar a la televisión y no lo deja de hacer aun cuando la regañamos. Concluí que a Luna le faltaba entrenamiento. Me disfracé de Pavlov, dispuesta a condicionar su amor a través de reforzamiento positivo. Ni pensar en el método del castigo o en ignorarla. Hacerle la ley del hielo me resulta imposible, especialmente cuando me mira a los ojos por largo tiempo y me recuerda que ha llegado el momento de disfrutar nuestra actividad preferida: salir a caminar.

Por unos días, me la traje en chinga entre salchichas por aquí y jamoncito por allá. El plan duró poco: mi ropa, mi cuarto y mi coche empezaron a apestar a puerco. Mantenerla cerca duraba lo mismo que la cantidad de reforzadores elegidos. Entendí que recibir amor forzado era más agotador y deprimente que no recibir nada.                   

Mientras tanto, me imaginaba a la Animal Communicator, sobando su esfera de cristal rodeada de gatitos, perritos y tortuguitas con alitas, riéndose de mis fracasos. Tenía razón. Luna no había llegado a mi vida por coincidencia. Cuando trataba de que encajara en el molde de perrita sociable, alivianada y feliz, Luna me enseñaba una lección más profunda: aceptar su complejidad y limitaciones era, en muchos sentidos, aceptar las mías. Ni ella ni yo somos como la Cenicienta que encaja perfectamente en la zapatilla de cristal, mientras el príncipe sonríe y se la coloca enamorado. Pero tampoco queremos ser como las hermanastras ridículas, que intentan meter el pie en un zapato que no es suyo. Me toca entender que no necesito ser esa versión ideal que creo perfecta y que, tal como ella, soy suficiente siendo quien soy.

Si me siento mal dejarla sola, es porque entiendo la incomodidad del vacío que dejan las despedidas. Pero hay que reconocer también lo valioso y necesario del espacio, que nos obliga a mirarnos con detenimiento y a agudizar el oído para escuchar, en soledad, nuestros propios sonidos.

Por mucho tiempo puse en duda nuestra conexión y se lo achacaba a “su complejidad”, cuando en realidad estamos sencillamente conectadas. Desde que llegó a mi vida me ha querido enseñar lo liberador que es tener deseos simples, disfrutar sin remordimiento y descansar sin culpa. Su lealtad discreta pero indiscutible, envuelve en silencio mis dudas, mientras mi amor por ella acentúa todas mis certezas.

Y aunque Luna no nació de mí, ni es mi astilla, ni soy su palo, estamos destinadas a vivir juntas el tiempo que nos sea posible, con nuestras complejidades y simplezas. Y el día que ya no estemos aquí, ya sea primero ella o yo, espero que la Animal Communicator nos ayude a comunicarnos y nos muestre el camino para reunirnos de nuevo, pero eso sí, solo cuando sea el momento.

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