Ciudad de México, noviembre 1, 2025 12:01
Revista Digital Noviembre 2025

El ‘panteón chiquito’ que también quieren robarnos

“El verdadero olvido, la primera señal, fue intentar borrarla del mapa hace apenas unos meses. Taladrar el árbol donde está su nicho…”

POR RIVELINO RUEDA

Reynalda Margarita Huerta no tenía muchas opciones esa mañana del 19 de septiembre de 1985. No podía correr, luego de los primeros latigazos que hacían copular al concreto con la varilla, con el vacío, con el cosmos invertido. Estaba encadenada a su máquina de coser. A un sueldo a destajo, por prenda terminada. A su rabia interna. Metálica. Amarga. Somnífera.

Tampoco podía rezar. Los rezos, las avesmarías y los padresnuestros fueron machacados por el estruendo del colapso. Los dueños decían que valían más las cajas fuertes y las máquinas de coser. El aire se terminaba. El diluvio de polvo fulminó todos los resquicios. El aullido del tiempo era parecido al aroma del plasma, del parto, del chillido incesante de la vida de sus cuatro nenes.

Reynalda pudo mover unos dedos de la mano izquierda y depositó en la ofrenda el pulque que le encantaba a su papá. La tlayuda del maíz azulado que marcó la niñez de su madre. El aguardiente espumoso. La flor de cepacúchitl. La muñeca sin un ojo de la beba. La sábana raída, raída, raída y raída del chamaco.

Cosía para otros. No para ella. No para los de casa.

Gritar era inútil por las miles de toneladas que machacaban el cuerpo de una mujer de 45

años, labrada en el ir y venir de Neza al centro de la Ciudad de México. Zurcir en el tiempo. Zurcir entre lunas y soles con el llanto atragantado.

Gritaba la compañera sin voz. Gritaba a la que siempre le vio la trenza y la espalda de jamelgo. Gritaba la que unos minutos antes la observó, con el rabillo del ojo izquierdo, devorándose una torta de tamal humeante para cumplir su jornada de diez horas de trabajo. Allá abajo. En su cruz de luciérnagas sin destellos.

Para Reynalda iniciaba la cuenta regresiva, la para atrás, la que inició a las 7:19 de la mañana.

Ese año quería poner en la ofrenda del Día de Todos los Santos a Don Artemio y a Doña Eustaquia, sus abuelos, ese tequila que tanto amaban. Una canción que repetían seguido en la radio, la de Adiós Amor, de Juan Gabriel. Unos granos de sal. Menta. Amaranto. Cempacúchil amarillo y morado. Las fotos sepia. Las únicas fotos de ellos. Miel de abeja. Dos cañas…

Reynalda Margarita Huerta no tenía muchas opciones esa mañana de septiembre del 85. No fue el concreto el que trituró su esqueleto. No fueron las millones de partículas que circularon en esas horas aberrantes. No fue el terremoto del día siguiente. Ni siquiera fueron las protestas de sus compañeras en los lastimeros días que siguieron al cataclismo…

No.

El verdadero olvido, la primera señal, fue intentar borrarla del mapa hace apenas unos meses. Taladrar el árbol donde está su nicho, su invisible huella que reposa sobre la banqueta de San Antonio Abad-Calzada de Tlalpan, casi esquina con Gutiérrez Náreja. Eso la hacía un poco visible.

Como a veinte metros de ahí lamentó, aquella mañana de septiembre, no poder deshojar la flor amarilla de incienso ni prender las veladoras. No besar la foto de los suyos y derramar un poco de sal acuosa por sus mejillas. No aspirar a la muerte que tuvieron sus muertos. Fenecer en el más absurdo de los cataclismos.

La ciudad que todo lo deglute lentamente. Las voces. Los recuerdos. El árbol entrañable. Las banquetas añejas de lodo y argamasa. De la hojarasca de un otoño anticipado. Los pequeños templos para llorarnos. Para encontrarnos. Para reconocer que ahí cayó una compa, un carnalito, un pedazo de esta urbe soñolienta…

El eco de la risa de las doce

Por una ventana entró el diablo

Por la otra sale dios

Y alúmbrame bien la montaña

que voy subiendo tenaz

Y rece si no llegarás

Que llegaré a gritar

Dis is di en

Mai onli frend

Ti end

Dis is di en

Di onli en, mai frend…

Rita Guerrero (1964/2011) / Saúl Hernández

Los faros se derritieron con el impacto. El volante en ele. La sombra del paramédico nervioso, inexperto, aturdido por el amasijo de vísceras frescas

Fue un relámpago de madrugada en horas de pandemia. Fulminó dos árboles. Un muro de contención. Sueños. Risas. Besos. Fue una descarga eléctrica a 180 kilómetros por hora. La oscuridad se estremeció por el estruendo.

La llamada telefónica. La noticia. El grito seco. El vado soñoliento del Río de la Piedad-Viaducto Miguel Alemán que amortiguó la ráfaga de luz. El vaho inerte de tres cuerpos. El reloj. La cuenta atrás. La cuneta del agua y de la tierra. El lecho del Valle. El fondo del lecho del Valle. El último golpe. Seco. Mortal…

Ya lo sé

Que tú te vas

Que quizás no volverás

Que muy tristes hoy serán

Mis mañanas si te vas

¿Hasta cuándo, volverás?

A mis brazos

No lo sé

Será una eternidad

Creo que te voy a perder

Ya lo sé

Mi amor

Que te vas

Te vas

Que ha llegado la hora

De decirnos adiós

Te deseo buena suerte

Hasta nunca

Mi buen amor

Adiós amor

Adiós

Juan Gabriel (1950-2016)

La cruz caracolada de David Wong Ortega, Miguel Ángel Wong Ortega y Ricardo Morales Buentello estaba marcada el 14 de junio de 2021. Creció el pasto. Las aves y los insectos merodearon. El hedor de la sangre quedó impregnado en la tierra. En el césped. Hoy el altar ya no está…

David, Miguel y Ricardo están negados. Alguien dio la orden de que había que pulverizar todo lo que no fuera urbano. Incluso recuerdos. Vidas. Muertes. Lutos.

Los faros se derritieron con el impacto. El volante en ele. La sombra del paramédico nervioso, inexperto, aturdido por el amasijo de vísceras frescas. Aroma a mañana. Aroma a mamá. Aroma a tortilla chamuscada…

Ya que yo

No tengo tiempo

De cambiar mi vida

La máquina me ha vuelto

Una sombra borrosa

Y aunque soy la misma tuerca

Que han negado tus ojos

Sé que aún tengo tiempo

Para atracar en un puerto de amor

Rockdrigo González (1950-1985)

A veces la noche cae diáfana en el nicho de Gerardo Rashid. A veces los aguaceros salpican de lodo su inscripción recién pintada. A veces es el trolebús en contraflujo el que hace trepidar los alambres que sujetan la cruz metálica de color blanco. A veces el tufo de orín es penetrante en esa esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas y la calle Doctor Barajas Lozano, en la colonia Buenos Aires.

En otras ocasiones son los perros famélicos los que husmean el sitio donde murió el joven de 21 años, un 14 de octubre de 2017, luego de escudriñar y luchar a muerte con personas en situación de calle en el basurero al aire libre que está sobre la callecita de Barajas Lozano. O las risitas aún húmedas y satisfechas de las parejitas que salen a toda prisa del Hotel Oslo.

Gerardo Rashid ha sido bien custodiado desde hace ocho años. Los comerciantes de autopartes en esa esquina de la Buenos Aires permitieron todo, incluso que el monstruo inmobiliario se devorara el edificio de los años cuarenta y levantara la nueva construcción gentrificadora en ese cruce, pero lo que nunca han aceptado es que desmonten el altarcito de Rashid.

***

Los nichos. Los altares. El pequeño monumento. El punto exacto del guadañazo final. El panteón chiquito. El terruño milimétrico de las nuevas resistencias en contra del olvido. La cruz, la flor marchita, la Guadalupana hastiada del aire de veneno, la veladora exangüe.

El feroz dique contra los restaurantes y cafeterías en las banquetas, contra los depredadores de árboles centenarios, contra urbanistas que ven con ‘asquito’ esas ofrendas sanadoras. El pedacito donde cayeron. Nuestros muertos.

Los días pasan

Y aquí estoy

Junto a tu tumba sin Sol

¿Si tú te vas?

¿A dónde voy?

No me obedecen mis pies

Quieren que vaya al desierto

Quieren que baje al infierno

Y aunque te escondas todo el día

La verdad

Yo sé bien que estás dormida

Con los recuerdos de otra vida

Donde yo…

(Caifanes/El Silencio)

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