El Oro y Tlalpujahua son sitios únicos, que aunque están pegaditos se ubican en dos estados diferentes; su historia se cuenta en cuatro tiempos, entre montañas.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Om ami dhewa hri.
Solo las montañas que asoman con su verdor exuberante por el espacio que delimita el arco de un atrio, más allá de las callejuelas empedradas y empinadas que se vuelven ríos casi cascadas en este verano de lluvias torrenciales, han sobrevivido a las cuatro historias del hermoso pueblo de Tlalpujuahua (del náhuatl que dice algo así como “tierra de esponja”): La prehispánica, la colonial, la minera… ¡y la navideña!
Pero como los pinos de ocote y sus aromas que se expanden en la frescura del ambiente no hablan ni escriben, son las personas originarias que han preservado por generaciones los relatos que son esculpidos en lo ya esculpido por las vivencias y las imaginaciones propias, el orgullo de haber nacido en este terruño michoacano que, casi por azar, quedó al otro lado de la franja que lo separa del Estado de México, donde se encuentra su pueblo hermano, El Oro.
Lo pienso como trepado en unos portales, a 2,600 metros sobre el nivel del mar, bajo un reloj de época que debe ser de manufactura inglesa por lo que voy a platicar. El aparato, que ya no da la hora, tiene más valor para mí empotrado en finas maderas que se han ido pudriendo. Hacia arriba solo queda el cielo y el templo Del Carmen, llamado así no por la devoción a la Virgen del Carmen, en cuya imagen venerada carga a su niño, sino por el mural que fue convertido en retablo después de ser rescatado de entre el lodo con metales que enterró una hacienda completa y todo un poblado adyacente, próspero por la explotación del oro y la plata: Las Lamas, le llamaban. “Era como el viejo oeste; así, como se ve en las películas”, platica Gloria Martínez Casado, que nació allí para contarlo.
Un retiro de meditación tibetana me ha llevado a sorprenderme con ese entorno que abraza a los dos pueblos mágicos. Doña Gloria –que es la propietaria por herencia de un hotelito en pleno centro de Tlalpujahua– explica que las viejas construcciones de El Oro con techumbres de lata rojiza, herrajes un tanto afrancesados en sus balcones y cornisas de madera en sus ventanas, son similares a lo que hubo en Las Lamas.
Evidencia de la riqueza dada por las minas de la que tanto ingleses como franceses explotaron hasta mediados del siglo pasado, El Oro parece efectivamente un pueblo visto en pantalla grande, donde aún funcionan dos o tres de las muchas cantinas con sus portezuelas recortadas que permiten ver desde fuera a los borrachos y bromear con mi primo inglés: “¡Busco a Jhonny Chamaco! En ellas –platica la mujer de 87 años de edad, pero lúcida y erguida, que camina sin necesidad de bastón— se servían las copias de los licores irlandeses o ingleses. La placita es como un set con su kiosco y alrededor todo rehabilitado, bien pintadito: una zapatería, una tienda de regalos, una farmacia, un Oxxo, una cafetería, pero integrados a esa atmósfera de la época. La cafetería es pequeña pero tiene un semisótano, que es donde preparan las bebidas. En el piso y el techo sobresalen las maderas que crujen.
A unos pasos de allí se forma una enorme escuadra donde se ha desplegado un tianguis tradicional que da cuenta del mestizaje y los más antiguos vestigios tarascos; en unos segundos se pasa de la tranquilidad al caos con sus colores de todas las frutas y todas las verduras, los antojitos, la vendimia de ropa: el controversial dilema del mercado de la sobrevivencia cuyos toldos tapan las fachadas magníficas que le dan al pueblo su mayor identidad. Me quedo un largo rato viendo a una anciana vendedora que limpia, sentada en el suelo, el huitlacoche en su mazorca de maíz.
Entre ese caos funcional, tres inmuebles grandes son la mayor evidencia del paso de los extranjeros ricos por allí. “No solo ingleses y franceses, también de otras nacionalidades, orientales, que llegaron a invertir en las minas pero sobre todo en los comercios que crecieron con el consumo de tantos trabajadores. Fueron verdaderos pueblos cosmopolitas”, relata Gloria Martínez. Así, el Palacio Municipal termina siendo un edificio ecléctico, deslumbrante por sus torres, que mezcla el neoclásico inglés y el art noveou francés. Allí se da cuenta en una placa que el pueblo fue el lugar de mayor abundancia del preciado metal, cuyas primeras vetas fueron descubiertas por sus fundadores, en 1772. Me entero que el Teatro Juárez es uno de los 14 teatros centenarios que hay en el país y que, además de tener ambos estilos arquitectónicos, remata con elementos moriscos. La vieja estación es otro set de película que enchina la piel a los fanáticos de los ferrocarriles, como yo: Fue construida en tiempos del auge de las minas tal cual eran las estaciones inglesas de la época, para transportar el oro a través de un ramal que conectaba con la vía México-Acámbaro.
Es un mito que Tlalpujahua, el pueblo vecino que está en alto, apenas a ocho kilómetros de distancia, casi desaparece. En realidad lo que desapareció, como ya se ha dicho, fue una extensión de la pequeña ciudad, construida por los empresarios mineros mucho después que los españoles se establecieron allí tras la conquista del pueblo tarasco, en 1522, cuando se crearon las encomiendas por el emperador Carlos V. a mineros peninsulares. Se sabe que los pobladores originarios ya explotaban en la zona el oro y la plata… y los españoles llegaron a sabiendas de eso. Tlalpujahua efectivamente formó parte de la encomienda de Taimeo, en 1528.
Se explica en un documento de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo que cuatro siglos después de eso, el 27 de mayo de 1937, tras una semana de sostenida y fuerte lluvia, se generó un gran volumen de lodo que causó la muerte de al menos 300 personas destruyendo parte de la histórica parroquia de El Carmen y devastando los alrededores de la población de Tlalpujahua. Este movimiento de masa destructivo fue provocado por la ruptura de la presa de jales denominada a Los Cedros y el repentino desprendimiento de 16 megatoneladas de agua saturada con jales. El flujo de materiales se desplazó a lo largo de los arroyos Dos Estrellas y Tlalpujahua a una velocidad estimada de 20-25 metros por segundo. Después de avanzar 2.5 kilómetros río abajo, los materiales alcanzaron el interior de la parroquia El Carmen y las casas aledañas a una velocidad estimada de 7 metros por segundo, destruyendo muchos de los muros de las construcciones y cubriendo el piso de la parroquia con aproximadamente 2 metros de lodo y escombros. La historia es finalmente completada por doña Gloria, que revela que fue la ambición del hombre la que provocó la tragedia, pues “para dar otra repasada al lodo con restos de metal, a los mineros les fue ordenado echarlo a la presa, que una vez llena desbordó con la tormenta”.
En el área han quedado los restos semienterrados de la capilla de El Carmen, de los que sobre sale su torre, que se puede visitar. El templo del siglo 16, construido por los franciscanos en lo más alto de Tlalpujahua, fue originalmente llamado “de San Pablo y San Pedro”. Fue sustituido en el siglo 18 por una iglesia mucho más grande, que cambió su nombre con la llegada allí de la imagen de El Carmen, que en un muro de su vieja capilla sobrevivió a la avalancha de 1937; fue trasladada con grúas hasta lo alto y colocada allí, en el altar mayor.
La cuarta historia de Tlalpujuahua es la que lo convirtió en el mayor productor de esferas navideñas de vidrio soplado del país, junto con Chignahuapan, en Puebla. Joaquín Muñoz Orta nació en Tlalpujahua pero emigró a los Estados Unidos, después de la tragedia del 37 y el cierre de la Mina Dos Estrellas, pues literalmente el pueblo se despobló para ser habitado por los fantasmas. A finales de la década de 1950 regresó de Chicago, ya casado con María Elena Ruiz que, según rescata una publicación de CNN, le preguntó cómo se ganarían la vida: A lo que Muñoz respondió –sin titubear–: “esferas de Navidad”. La técnica del vidrio soplado la aprendió de un pariente que se dedicaba a la elaboración de ampolletas de vidrio para medicinas con el uso de nitrato de plata. “Así comenzó –pone la nota— la historia no solo de una familia, sino de un pueblo, de miles de artesanos y de la industria de esferas y adornos navideños en todo México”, pues, según esto, fue don Joaquín el que enseñó la técnica a los artesanos de otros estados, Puebla incluido.
Asombra leer que son 10 mil personas de Tlalpujahua las dedicadas a un negocio que casi nada tiene que ver con los tarascos ni con los españoles o los mineros ingleses y franceses. Desde septiembre y hasta fin año, se calcula que llegan a gozar de la “villa navideña”, que construyó la propia familia en la parte trasera de su tienda, La casa de Santa Claus, unas 400 mil personas. Pienso que, como no se puede todo en esta vida, esa alegría navideña reemplaza a la paz de las montañas que tanto disfruto ahora mismo: pino, ocote, encino, oyamel, tepozán, sauce llorón, roble, trueno, cedro, fresno, aile, eucalipto, casuarinas…
Y vuelvo a imaginar bajo los portales de Tlalpujahua a los viejos pobladores frente a las mismas montañas –tan cerca de la Sierra Chincua, uno de los santuarios de la mariposa monarca– y cómo es que fueron heredando toda esa tradición oral, distorsionada por la pasión y el orgullo de haber nacido allí. Los franciscanos adoptaban niños pobres a los que daban apellido, educación y sustento. De entre ellos surgieron los miembros de la familia Piñón, que prosperaron como comerciantes. Con uno de sus descendientes casó Gloria Martínez, cuyo hotel Plaza Mayor es una construcción protegida por el INAH, que data de finales del siglo 18. Allí la encuentran a ella, que está para contarlo.
comentarios