Por un segundo mi abuelita yacía flotando en la alberca con todo y silla. Yo miraba sus chinos moviéndose en cámara lenta. El suetercito negro, las medias blancas y los zapatos de goma, típicos de abuelita, flotaban ya por todos lados. Mi abuelita se hundía bailando al son de la tragedia.
POR MARIANA LEÑERO
Hay recuerdos de la infancia que se empañan con las telarañas del pasar del tiempo. Recuerdos como olores que invitan a la ambivalencia de saber qué es real y qué no. Esta historia es así. No sé hasta dónde todo lo que recuerdo es verdad, pero del evento principal tengo un nítido recuerdo.
Fue en una de esas reuniones familiares donde tíos y primos se disponen a disfrutar de una comida festiva dominguera. Botanitas, frijolitos, arrocito rojo humeante y piezas de carne salivando de sangre y temblando de miedo porque serán cocinadas. Alejada estaba mi abuelita, tímida, con ceño fruncido, o así lo recuerdo. Se encontraba sentada en esas sillas típicas blancas y de plástico que te engañan pensando que son cómodas. Mi abuelita evitaba el contacto humano, prefería observar. No sé si le dábamos hueva, si no oía bien o prefería no hacer el esfuerzo y disfrutar solamente de su papel de observador.
Yo he de haber tenido como unos 6 años si no es que menos. Mis dos primos corrían empujándose. Seguían las reglas estúpidas de un juego entre hermanos: a ver quién avienta primero a quien a la alberca. La típica alberca cuernavaquera que invita a refrescarte con un hermoso chapuzón estilo comercial, pero que en realidad esconde témpanos de hielo que perforan los huesos.
Ahí estaban mis salvajes primos corriendo de un lado a otro, jalándose el pantalón, la playera, el calzón, las greñas y si fuera posible, las entrañas. Pero como buen juego de hermanos terminó en pleito: como decía mi madre, “juego de manos es de villanos”.
Los adultos en la pachanga, celebrando con cerveza y atragantándose los cacahuates que aminoraban su hambre, no les ponían atención. Se avecinaba un golpe, un llanto, un grito acompañado por un “no fui yo, fue él, fue él, no fui yo”….
Y sucedió lo que nadie esperaba que sucedería. El primo mayor o el primo menor (no recuerdo quién) se resguardó a las espaldas de la abuelita aferrándose a la silla de plástico blanca. No habría mejor resguardo que ese, o así lo pensó. Pero la rabia enceguece y el resguardo valió madres Por un segundo mi abuelita yacía flotando en la alberca con todo y silla. Yo miraba sus chinos moviéndose en cámara lenta. El suetercito negro, las medias blancas y los zapatos de goma, típicos de abuelita, flotaban ya por todos lados. Mi abuelita se hundía bailando al son de la tragedia.
–Pero niño estúpido- gritaba mi tío corriendo hacia ella. Mientras mi otra tía entre grito y llanto avisaba: ¡no sabe nadar, no sabe nadar!
Todos los mayores volaban dirigiéndose a la alberca, atragantándose los riquísimos tacos que ahora salían como pedos. El primo mayor más maduro que los otros llegó a rescatarla. La aventó al cemento humeante que la aguardaba para librarla del peligro sin importarle si le rompería los huesos.
Chorreando con cara de sorpresa más que de susto, mi abuelita estaba a salvo. Al otro lado mis primos, temblando de miedo se escondían entre la multitud aterrada. Como chorrito tembloroso de bebedero salía la frase esperada: “no fui yo, fue él, fue él, no fui yo”.
Ni grito, ni jalón de orejas o de greña, lo que les esperaba en cambio era una penitencia del tamaño de todos los pecados cometidos por los presentes.
Nunca me pregunté quién fue el culpable. ¿Fue uno de ellos quien sin importarle un carajo aventó a mi abuelita con todo y silla, para que su hermano cayera junto con ella? O ¿Fue el otro quién sin importarle un carajo se agarró de mi abuelita para sostenerse y no caerse después del aventón de su hermano? ¿Quién fue el culpable? Lo que amerita preguntarse es a quién se le ocurre tirar a la abuelita a la alberca. Solo a ellos, o al menos es así como lo recuerdo.
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