“Las palabras que se comunicaban mientras preparaban el mole, las tortillas, el atole, abrazadas por el calor de la leña y el sentimiento de abuela, madre e hija, habían sido más relevantes que un trozo de papel”.
POR MELISSA GARCÍA MERAZ
Mi abuela solía describir la historia de su vida. No era una ávida lectora; las bibliotecas y los libros, las habitaciones de grandes casas dedicadas a conservar los clásicos, no eran algo que apareciese en su experiencia personal. Apenas tenía al alcance un tomo de la Biblia y alguna que otra revista. Sin embargo, ella relataba su vida con absoluta pasión. Al escucharla, uno quedaba anonadado con aquellas historias, sin héroes ni villanos, solo con la descripción de vidas atrapadas en el México posrevolucionario. Un México que no había dado tierra y libertad para todos, sino que, para muchos, se había convertido en una expulsión de sus comunidades indígenas y campesinas hacia las ciudades, donde todo se había vuelto nuevo y escandaloso para un grupo de mujeres, hombres y niños que llegaron a la Ciudad de México expulsados de sus tierras.
Tampoco escribió nunca esos relatos. Si la lectura le era extraña, la escritura lo era aún más. A veces la escuchaba murmurar algunas cosas mientras estaba frente a la estufa, calentando y tostando los ingredientes del mole. Los sabía de memoria; habían pasado de su abuela a su madre y luego a ella, de boca en boca. Estos relatos, transmitidos de generación en generación, no solo eran recetas de cocina, sino historias vivas que integraban la narrativa cultural e histórica de nuestras raíces. Las palabras que se comunicaban mientras preparaban el mole, las tortillas, el atole, abrazadas por el calor de la leña y el sentimiento de abuela, madre e hija, habían sido más relevantes que un trozo de papel. ¿Podría culpársele? De profundas raíces indígenas, y sospecho afrodescendientes, a mi abuela le habían quitado, como a todas nuestras comunidades, sus bibliotecas, sus saberes antiguos plasmados en códices. Cabe recordar que los españoles, al invadir, saquear y masacrar a los originarios de nuestras tierras, solo dejaron sin quemar un puñado de 15 códices que se conservan en su mayoría fuera del país, en Reino Unido y hasta en el Vaticano. Lo que les quedaba y a lo que se aferraron fue a la historia oral.
Las narraciones de la propia vida, transformadas en lo que hoy llamamos historia de vida, son fundamentales para la construcción de la persona. Estas, digamos, biografías personales surgen de la idea de que no solo las vidas de personas consideradas “importantes” para una época son relevantes de escuchar y estudiar. En la misma línea, Freud, al analizar las biografías de sus pacientes, descubrió que revelaban situaciones profundas sobre su personalidad. Lo narrado, para él, conectaba con otras historias, creando no solo una conexión cultural sino también una especie de meta relato o meta historia que podía describir una época común.
¿Por qué narramos? ¿Por qué es importante expresarnos? Spence argumenta que fue Freud quien nos hizo conscientes del poder persuasivo de una narrativa coherente. Parece indiscutible que una historia bien construida posee un tipo de verdad narrativa que es real e inmediata, como un relato o una novela que leemos y que, de forma coherente, nos lleva al lugar que el autor describe. Schafer destaca que es importante enfatizar que la narrativa no es una alternativa a la verdad o la realidad; más bien, es el modo en que, de manera inevitable, la verdad y la realidad se manifiestan. Todos tenemos versiones de la verdad y lo real.
La narrativa juega un papel crucial en casi toda la actividad humana. Las narrativas dominan el discurso humano y son fundamentales en el proceso cultural que organiza y estructura la acción y la experiencia humana. No solo la describen sino que son performativas; proporcionan un marco para la acción y ofrecen una respuesta pragmática y persuasiva para enfrentar la acción y el comportamiento humano.
Así fue también para el movimiento feminista en Estados Unidos, que jugó un papel crucial en reivindicar y destacar las historias de vida y los relatos personales como herramientas fundamentales para el cambio social y la toma de conciencia. Desde los años 60 y 70, las feministas comenzaron a enfatizar la importancia de las experiencias personales, sosteniendo que “lo personal es político”. Este lema refleja la idea de que las experiencias individuales de opresión, desigualdad y discriminación no son meramente privadas o aisladas, sino que forman parte de estructuras más amplias de poder y dominación patriarcal.
Las autobiografías y las memorias han jugado un papel fundamental en narrar lo vivido. Algunas de ellas solo se conservan en la memoria individual. Por ello, cuando recuerdo a mi abuela, recuerdo su vida, su narrativa. Cuando recordaba su pueblo, recordaba como solía salir a dar un paseo por las tardes, con un palo en la mano, solo por si algo pasaba, por si había que defenderse, mientras recorría una parte de la falda del cerro. Buscaba el árbol con la mejor sombra, sospecho que tenía su favorito, se recargaba y mientras recordaba me platicaba: “estaba ahí, esperando a que cayera el sol, mientras sentía el viento sobre mi cara, a veces muy frío, a veces menos pero siempre refrescante. El viento movía las ramas del árbol y parecía que cantaba” y sus ojos brillaban con mucha intensidad, sus grandes ojos negros con un aro gris que remarcaban los casi cien años de mirar al mundo. Nunca la vi en ese pueblo, en ese árbol, pero hasta el día de hoy la recuerdo. La recuerdo con su rostro mirando hacia el horizonte, con sus canas moviéndose al vaivén del viento, escuchando el canto de las aves al atardecer y el follaje de ese árbol contándole una canción hasta la eternidad.
Posdata. Debo confesarte que extraño mucho a mi abuela.
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