“Me encantaba jugar a ser princesa en palacios perdidos y abandonados que apestaban a polvo, o hablar con objetos que me contaban historias terroríficas como si tuvieran vida. Aprendí a jugar sola y a desear, antes de tiempo, querer ser más grande”.
POR MARIANA LEÑERO
No sé si es casualidad o genética, pero una de las características más particulares de nuestra familia es que todas somos mujeres: Mi madre, cuatro hermanas y cinco sobrinas… “Bendito entre las mujeres”, le decían a mi padre. Ya para cuando yo tuve un mínimo deseo de buscar un tercer hijo, mi padre me miró a los ojos y me dijo: –Mayita, a mí ya se me olvidaron las ganas…– Aun cuando no fue esa la razón la que detuvo mi deseo por volverme a embarazar, me brindó tranquilidad cuando paré la búsqueda.
Antes de tener hijas, la vida con mis hermanas y mis padres estuvo rica en experiencias y recuerdos. Viajes en carro por México: Veracruz, Puebla, Oaxaca, Querétaro, Guanajuato, Acapulco, Cuernavaca… Las cuatro hijas embarradas como sardinas en la parte de atrás del carro, mi padre al volante y mi madre de copiloto, se dedicaban a animar el viaje con chistes, canciones y anécdotas. Ni qué pensar en usar cinturón de seguridad o de pararnos a comer en algún restaurante. Viajábamos sin escalas y a la mitad del camino nos comíamos las apretadas y deliciosas tortas que nos hacía Cele: Telera embarrada de mayonesa, con queso panela, jamón, aguacate, jitomate y unos cuantos chilitos verdes para quien se animara.
Mis padres decían que en ese entonces no abundaba el dinero, tenían que hacer sacrificios y ahorrar por largo tiempo para disfrutar de viajes así. Sin embargo, ninguna de nosotras recordamos que estuviéramos cortos de presupuesto. No eran viajes lujosos; seguramente mis padres, como lo hicieron muchas veces, abastecían nuestras experiencias con tanto amor y sencillez que alcanzaba para sentirnos satisfechas.
En esta época la diferencia de edades entre mis hermanas y yo se sentía grande. En muchos de estos viajes me tocaba quedarme con mis padres mientras mis hermanas hacían cosas de “grandes”. Cuando crecí, ellas habían crecido aún más y seguía siendo difícil acompañarlas.
Pero después tuve la suerte de lograr que mis padres tuvieran la confianza de dejarme ir a las albercas de los hoteles sola. Embarrada de crema Nivea, con una camiseta para resguardarme del sol y con mis floties bien inflados, pasaba toda la mañana flotando como morsa en el agua mientras mis hermanas se curaban la cruda y decidían despertarse.
Poco a poco los viajes fueron disminuyendo. Mis hermanas tenían sus propios eventos; fiestas, novios, en fin, muchos compromisos. Así que me tocaba salir sola con mis papás a viajes cerca de la ciudad. Era aburridísimo, y pese a que intentaban arreglar la situación sobornándome con regalitos, para mí era una monserga estar de chaperón.
Esa era la época en la que mis padres coleccionaban antigüedades que para mí simplemente eran objetos viejos con hoyos y olores feos. Sin embargo, creo que gracias a estos viajes logré desarrollar más mi imaginación. Me encantaba jugar a ser princesa en palacios perdidos y abandonados que apestaban a polvo, o hablar con objetos que me contaban historias terroríficas como si tuvieran vida. Aprendí a jugar sola y a desear, antes de tiempo, querer ser más grande.
No importa cuántos años han pasado, sé que mis hermanas están tatuadas en mi corazón por siempre. Con ellas he vivido historias que nadie conoce y las hemos vivido desde diferentes ángulos.
Cuando no viajábamos y pasábamos tiempo en familia me acostumbré a ser la metiche, mientras mis hermanas buscaban la forma de mantenerme ocupada. Tenían sus propios trucos para descansar de mí. Me mandaban con mi mamá, con Cele o con quien estuviera cerca para que me dieran el “tecito de tenme acá”. Fue hasta más tarde que aprendí su significado real.
Otras veces mis hermanas me hicieron creer que el juego de contar era el juego más divertido y difícil que existía en la vida. Yo tenía que salir corriendo a traerles algo mientras ellas contaban: 1000, 1500, 2000 o hasta 10,000, dependiendo a donde me mandaban, para que al regresar yo me sorprendiera simplemente con el resultado. Era inocente pero no pendeja. Yo también inventé mis propios trucos para que me necesitaran o para sentir que me necesitaban. Aprendí a contarles cuentos o chismes de mis padres, de mis tías o de quien fuera para entretenerlas. O intentaba caerle bien a los novios para que fuera más fácil que mis padres las dejaran salir si iban conmigo, o les ayudaba arreglar su ropa y sus cajones que mi madre les exigía que mantuvieran limpios.
Ahora hemos crecido y la diferencia de edades no se siente, inclusive me confunden creyendo que soy más grande. No importa cuántos años han pasado, sé que mis hermanas están tatuadas en mi corazón por siempre. Con ellas he vivido historias que nadie conoce y las hemos vivido desde diferentes ángulos. Así que la perspectiva de la vida y sus momentos esenciales –viajes, amores y desamores, despedidas y bienvenidas, pérdidas, enfermedades, miedos, logros— poseen una visión tridimensional que han guiado mi camino. Ellas son mi puerto seguro, al que me gusta regresar y del que me gusta despedirme, porque así en la lejanía y en la nostalgia aparecen siempre preciados recuerdos.
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