Regresos sin gloria

Foto: especial.
“Estaba decidido a ser el mejor alumno, el mejor atleta, el mejor compañero, para lograr, por fin, el anhelado ‘sí’ de la chica por la que estaba perdido desde primero de secundaria y de quien, luego de mucho esfuerzo, había logrado llamar su atención. Ahora sí, pensaba, era mi año…”
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
Era inevitable. Todo dependía del cierre del periodo escolar anterior. El humor de los días previos estaba asociado al recuerdo de lo que podía haber sido la experiencia escolar más sublime hasta entonces o, por el contrario, la más atroz de mis pesadillas, lo que no era poco frecuente durante la adolescencia. El regreso a los salones y los patios de juego muchas veces se convirtió un serio conflicto emocional que no siempre tenía el mejor de los desenlaces.
Cuando por fin era consciente de lo que implicaba el término de las vacaciones, de los viajes con la familia o los juegos diarios con los amigos, frente al retorno a la disciplina y el tedio de las clases, de los trabajos en casa y las pesadas tardes de estudio antes de los exámenes, llegaba a tener ciertas reservas, pero también entraban en juego la novedad de algunas materias, los cambios sutiles o profundos en las instalaciones y, sobre todo, el reencuentro, un par de meses después por lo general, con quienes no podía negar cierta afinidad o rivalidad, según fuera el caso, y que solían ser la principal motivación o, en ocasiones, el mayor desencanto para enfrentar el regreso a clases.
Y hubo regresos memorables, por distintos motivos. Uno que tengo muy presente fue cuando pasé de segundo a tercero de secundaria en el Colegio Madrid, convencido de que tenía frente a mí la oportunidad de alcanzar todo por lo que me había esforzado el año anterior, cuando superé las expectativas que había puesto en mí y que les hice creer a los demás. Estaba decidido a ser el mejor alumno, el mejor atleta, el mejor compañero, para lograr, por fin, el anhelado “sí” de la chica por la que estaba perdido desde primero de secundaria y de quien, luego de mucho esfuerzo, había logrado llamar su atención. Ahora sí, pensaba, era mi año.
Así que, confiado, seguro de mí y con la mejor disposición, arranqué aquel año escolar y…, no tardé mucho en echar todo a perder. Claro, cuando se tienen apenas 13 años no se cuenta con la habilidad emocional necesaria como para llevar sobre los hombros la carga que implica algo tan banal como pretender ser el mejor en todo para gustarle a alguien más. De pronto, aquel glorioso regreso al Madrid se convirtió en una serie de desatinos, absurdos corajes y complicaciones que, al final, me dejaron abatido, muy resentido y sin ganas de volver a poner un pie en ese colegio, que no tenía la culpa de mis desvaríos. Por ello, va una sentida, y muy retrasada, disculpa a ella y a quienes tuvieron que soportarme en aquel lamentable trance al final de la secundaria.
Con todo y mis animadversiones, había que volver para la preparatoria, así que, al comienzo del siguiente periodo escolar, estaba por completo desubicado, sin una referencia ni expectación a la cual asirme, ya que había quemado casi todas mis naves para entonces. De nada me había servido ser abanderado de la escolta de la secundaria, la cual abandoné por puro capricho, ni haber ganado la mayoría de las pruebas atléticas de mi salón, para luego terminar perdiendo miserablemente cada una en las competencias con los demás salones de tercero de secundaria. Al entrar a la preparatoria, era de nuevo un alumno más, sin mucho que ofrecer, por lo que aquel regreso fue menos que una transición de una etapa a otra, que se vio súbitamente interrumpido por los sismos de septiembre de 1985.
El resto de la preparatoria, para mí, fue igual de caótico a partir de entonces, pero encontré la manera de sobrellevarla. Con el comienzo de cada año escolar, tenía que prepararme mentalmente para el ineludible regreso, que además llegaba con mucha incertidumbre y acompañado de un sentimiento de rechazo e indiferencia. Tenía la obligación de acudir al colegio no por gusto ni por compromiso, sólo porque no quedaba de otra, y había perdido la perspectiva en cuanto a lo que dichos reencuentros podían ofrecerme.
Los regresos a clases implican un tránsito necesario para ir conformando distintas etapas del desarrollo personal. Con cada uno, la idea de cambio se arraiga para tener nuevas aspiraciones, corregir errores, conocer otros lugares y a nuevas personas. Si se está dispuesto a tomarlos como una oportunidad de crecimiento, uno les da la bienvenida y puede alegrarse de comenzar una nueva etapa llena de retos y, por qué no, de recompensas que requerirán poner a prueba nuestras capacidades, más allá de las académicas, para interactuar y abrirnos hacia otros y uno mismo.
De hecho, lo más satisfactorio no viene con el regreso en sí, ya que puede ser algo tan rutinario como el arribo de cada semana de trabajo o traer consigo cierta ansiedad por la emoción misma que conlleva, sino con la posibilidad de encontrarnos al inicio de un nuevo trayecto cuyo recorrido y disfrute dependerán en buena medida de lo que estemos dispuestos a aportar para que así ocurra, así como de que nuestras expectativas sean más realistas y a la vez no les demos tanta importancia.
Y, a la distancia, cuánto más hubiera aprovechado cada regreso si hubiera disfrutado más la compañía y el cariño de quienes entonces se acercaron a mí. Gracias por ello.