“Desde ese enclave, cercano al puerto de Pajares y al histórico paso entre León y Asturias, partió un eslabón de su apellido Gutiérrez, como si la historia la atara al mismo imperio que dice haberla oprimido”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Había una vez una república que funcionaba con reglas de reino, donde la historia se contaba como una épica de buenos contra malos, de conquistadores contra conquistados, de pureza originaria contra impureza europea. En esa república con fachada democrática, dos damas se alzaban como voceras del resentimiento histórico: una, doctora en ciencia y ya presidenta de la república, la otra, historiadora y escritora, esposa del presidente reciente anterior. Sus nombres eran Claudia y Beatriz, y ambas habían hecho del pasado una bandera de campaña, una túnica que ondeaba cada vez que era necesario cubrir las torpezas del presente.
Pero un día, algo ocurrió que desconcertó incluso a los más fieles creyentes del relato. Beatriz, la misma que había asentido en 2019 cuando su esposo leyó una carta exigiendo al Rey de España que pidiera perdón por la Conquista, apareció súbitamente en los registros consulares. No en el Consulado de España ubicado en un barrio acomodado, como cabría esperar, sino en la recóndita oficina de Comercio y Economía del gobierno español, unas cuadras más allá, donde se presentaban las solicitudes de nacionalidad. Con gafas oscuras, sin cortejo ni discurso, firmó el compromiso de pleitesía al mismo rey al que, desde el atril, se le había exigido rendición histórica.
Este reino con nombre de república no se detuvo. La noticia se supo, y un periódico que llevaba la libertad en el nombre fue el primero en rastrear los linajes de la dama: uno en Barcelona, y otro en Rodiezmo, una pequeña localidad del municipio de Villamanín. No había nada de indígena en esa sangre, ni siquiera mestizaje americano. A la genealogía española se sumaba también la alemana: un linaje europeo consolidado. La genealogía de Beatriz era española hasta la médula, aunque eso no se mencionaba en sus conferencias, ni en sus entrevistas, ni en sus libros.
Uno de sus linajes más hondos se remonta al pueblo de Rodiezmo de Tercia, una pequeña localidad incrustada en las montañas de la provincia de León, en el municipio de Villamanín, que hoy tiene solo 124 habitantes. Allí, donde los inviernos se posan con una dignidad áspera sobre los tejados de pizarra, y los prados verdes se abren como breviarios frente a la cordillera, se encuentran las raíces más silenciadas de la historiadora. Rodiezmo, con su aire de páramo castellano y montañés, conserva aún el eco de las viejas romerías mineras, de las luchas obreras del carbón, de misas al aire libre con fondo de montañas y de los trenes que se arrastran entre hayedos y castaños. A más de 1,168 metros sobre el nivel del mar, los inviernos azotan con nieve vieja y silencio largo, y los veranos son breves, verdes y llenos de rumor de agua. Desde ese enclave, cercano al puerto de Pajares y al histórico paso entre León y Asturias, partió un eslabón de su apellido Gutiérrez, como si la historia, lejos de la retórica presidencial, la atara al mismo imperio que dice haberla oprimido.
Cuando el rumor se hizo estruendo, apareció Claudia, ya investida como reina, perdón presidenta, para apagar las antorchas. Pero en los pasillos del palacio —porque así se le llama ahora a la sede del poder— se empezó a rumorar que el ex presidente, harto de que Claudia tomara distancia, de que ya no lo consultara en sus caprichos ni en las designaciones de candidatos al alto parlamento, ni en los gobiernos de las provincias ni en la imposición de jueces, decidió pasarle factura: una consulta para la revocación de mandato.
Fue entonces que Claudia recordó su origen sefardí. Porque en 2015, el Reino de España promulgó la Ley 12/2015, que otorgaba la nacionalidad a los descendientes de los judíos sefardíes expulsados en 1492, durante el reinado de los Reyes Católicos. Aquellos judíos, que hablaban ladino y eran parte integral de la vida cultural, comercial y jurídica de la península ibérica, fueron obligados a convertirse o a marcharse. Muchos partieron al norte de África, al Imperio Otomano o, como se ha rastreado en algunos linajes, llegaron a América a través de rutas clandestinas.
Claudia, conocedora de ese origen, evaluó la posibilidad de acogerse a dicha ley, que si bien ya había expirado en términos generales, aún dejaba resquicios posibles mediante la vía de carta de naturaleza. Porque sí, también ella podía invocar su linaje y aspirar a la nacionalidad del mismo reino al que un día se exigió pedir perdón. “Tengo derecho”, dijo. Y con esas dos palabras intentó clausurar el debate. Pero no aclaró que ese derecho implicaba jurar ante la monarquía parlamentaria que tanto habían denostado. No explicó que, mientras se exigía perdón por la Conquista, se abrazaba con gratitud el pasaporte del Reino. La coherencia, al parecer, era un lujo de otros tiempos.
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