Libre en el Sur

Relatos céntricos

‘Ya son muchos años de acudir al Centro y sus perdurables rincones en busca no de reivindicaciones políticas ni de afanes redentores, sino de letras, palabras y frases vertidas en igual número de incontables páginas’.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

Llevamos caminando varias horas y aún el cansancio no ha vencido el ánimo ni acallado a quienes nos dirigimos al Zócalo. Es una más de las marchas a las que he acudido, junto con decenas de miles, para exigir que el ejército se retire de alguna comunidad indígena o que aparezcan quienes fueron abandonados por la justicia, pero nunca por nuestra memoria. Motivos para marchar ha habido varios y no hay forma de contar los pasos, los lamentos y los reclamos que andan y hablan por aquellos que hoy están ausentes y en silencio.

De pronto, un déjà vu. Algo en medio de todo ese barullo de pasos y consignas retiene mi atención. Por un instante nos detenemos frente al Palacio de Bellas Artes, antes de seguir ya sea por Madero o 5 de Mayo. En eso recuerdo cuando, en aquel preciso lugar, escuché la voz pausada y apacible de Mario Benedetti, palabras suyas que había plasmado en alguno de sus libros, en sentido agradecimiento por el homenaje que le rendían en aquel recinto y que algunos atestiguamos desde la explanada frente a éste. Fue un momento igual de emotivo, pero por distintas razones, al de que aquella marcha que se dirigía imparable hacia su destino, a unas cuadras de ahí.

Las marchas han sido uno de los muchos motivos, además de mítines, festivales, verbenas, que nos han convocado a recorrer las calles que desembocan en la principal plaza del país, para volvernos uno en un coro de voces, gritos y expresiones de asombro por la pirotecnia un 15 de septiembre. Hoy, sin embargo, las multitudes que se reúnen para algún concierto masivo, en lugar de atraerme, me provocan huir de aquellas catarsis musicales por temor a no salir bien librado de ellas y en una sola pieza. Y ni qué decir de las congregaciones políticas, tema que prefiero ignorar. Opto más por la prudencia que por la efervescencia colectiva, no vaya a ser.

Así entonces, hace mucho que no participo en una marcha, sin importar el motivo de ésta. Quedaron atrás más de veinte años de unirme a lo que mi conciencia determinaba como una causa justa y volverme una sola voz con quienes caminaban a mi lado. Tal vez suene egoísta, pero ahora mis principales motivos para acudir al Centro son otros, mismos que comparto con varios más, pero en un contexto menos ruidoso y que invita a dejar de caminar un momento y que sean mis ojos, en lugar de mis pies y mi boca, los que ahora tomen la batuta.

Ya son muchos años de acudir al Centro y sus perdurables rincones en busca no de reivindicaciones políticas ni de afanes redentores, sino de letras, palabras y frases vertidas en igual número de incontables páginas. La búsqueda ahora es por aquellos títulos que acechan entre estantes o sobre mesas abarrotadas donde, en un ejercicio que pone a prueba las leyes de la física, se apelmazan cientos de libros que, desde sus tapas y lomos, te encantan cual canto de sirenas literarias, si sabes escucharlas. Ahí te esperan, agazapados, en espera de seducirte, confiado argonauta citadino.

No es raro que, ante ese panorama, aparezca entonces uno que otro vellocino de oro o alguna quimera por igual. La odisea literaria por el Centro puede tomar el mismo tiempo que el viaje de regreso a Ítaca, por eso hay que saber escoger la ruta más conveniente y no dejarse guiar por la incierta providencia. En mi caso, prefiero tener un objetivo claro, un título en mente o un autor específico que me sirva como faro. Al mismo tiempo, sé que aparecerán ante mí imprevistos, los cuales, en lugar de llevarme a naufragar, me harán vislumbrar una costa anhelada, con mi Penélope a la espera de mi regreso, o una del todo desconocida y habitada por un cíclope terrorífico. Nunca se sabe del todo qué pueda uno encontrarse al sumergirse en aquellas céntricas calles.

Por eso es importante tener puertos donde atracar cuando uno acude al Centro, ya sean temporales, como la Feria del Palacio de Minería o la FIL del Zócalo, que dan cobijo a los ávidos lectores y paseantes, o permanentes, como las confiables e históricas librerías de viejo en la calle de Donceles, en una de las cuales, hace varios años, encontré justo el mapa desplegable que me faltaba para tener completa mi colección de revistas de National Geographic. A ese grado puede llegar mi odisea literaria.

Así que, si mi búsqueda ahora me traslada a los recovecos de locales y palacios por igual, para adquirir o reencontrarme con el libro perdido que me ha quitado el sueño, mientras convivo lado a lado con los Villoro, los Ruy Sánchez, los Taibo y la entrañable Poniatowska, o disfruto la lectura de los textos de Campbell, Benedetti o García Márquez en algún póstumo homenaje, dirijo mis pasos en una marcha más íntima y personal hacia las calles de Tacuba, 5 de Mayo y Donceles, para dejarme cautivar por alguna Calipso de papel, que me prometa la inmortalidad en sus páginas y me retenga, si no siete años, al menos algunas horas contemplándola letra por letra, antes de que mis pasos me lleven a deambular de nuevo por aquellos rumbos del Centro en los que siempre habrá algo que atraiga mi mirada, alimente mi alma y me haga perderme en sus entrañas llenas de libros.

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