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Rodar y rodar

“Mi padre me forzó a subirme en ella ese mismo día, deteniéndome del asiento, e inevitablemente trazando por mi parte un contínuum de eses, incapaz de verticalizar las primeras trayectorias y desembocar en un ruidoso choque contra un poste”.

POR ALEJANDRO ORDORICA

La nostalgia, también rueda en bicicleta… ¿Quién no ha evocado aquellos días de la infancia, cuando ya montado en la bici, empezó a pedalearla entre maniobras malabares, equilibrios titubeantes y hasta caídas dolorosas en la ruta del ensayo y error, a la búsqueda de nuevos paraísos, sueños aplazados o aventuras entrañables?

Recuerdos vigentes, que ningún tiempo ha sido capaz de borrarlos en la memoria, tan renuente a disipar hallazgos relevantes, no sólo de nuestra niñez, sino en los días de la adolescencia, todavía más intensa, transgresora y locuaz. 

A mi mente acuden y subsisten diversos episodios, aunque ahora reaparecen con más insistencia apenas unos cuantos, sin subordinarse cronológicamente a cambio de preñarse de cierta comicidad: Uno, que alude a mi primera y única bicicleta que poseí en la vida, una flamante bici roja, rodada 24, que tras mirarla pasmado cuando amaneció recostada bajo el arbolito navideño, reconocí que no sabía manejarla y urgía que alguien me adiestrara a surcar por las numerosas calles y escasas avenidas de mi barrio natal. Mi padre me forzó a subirme en ella ese mismo día, deteniéndome del asiento, e inevitablemente trazando por mi parte un contínuum de eses, incapaz de verticalizar las primeras trayectorias y desembocar en un ruidoso choque contra un poste, mero enfrente de mi padre, —golpe que me depositó en el suelo, me produjo un fuerte costalazo y extendió sus efectos a uno de mis brazos que quedó dormido por minutos, además de un raspón sanguinolento—, quien no se inmutó, dio media vuelta y del que sólo alcancé a escuchar un “levántate, vuélvete a subir y aprende a manejar bien “, que luego traduje como una primera lección que iba más allá de saber conducir la bicicleta.

De esas correrías, recojo también el gozo de andar en la bicla, como igual le llamábamos, con un amigo del vecindario que justo vivía en un anexo de la Casa del Agrarista, en la calle de Sor Juan Inés de la Cruz, de la Santa María la Ribera, y cuyo padre era el delegado sindical, donde tuve una experiencia que llegué a reelaborar en términos de dimensión bíblica, pues fue ahí, gracias a esos viajes del rodar y rodar tan semejante a la vida, en que descubrí un árbol con frutos, una higuera frondosa a la que arranqué de una de sus ramas ese higo primerizo, enseguida apresado en mi boca, y del que aún paladeo y conservo su dulce exquisitez paradisíaca.

Pero la intrepidez se acentuó conforme avanzó la condición de adolescente, y me empujó a salir una mañana sin previo aviso a mis padres —que dormían plácidamente un 16 de septiembre, tras la rotunda desvelada para festejar en familia y amistades el Grito de Independencia– rumbo al propio desfile en las calles del Centro (todavía no se le llamaba histórico), que considerábamos lejanísimo de nuestro domicilio, y en valor entendido, prohibitivo para explorarlo en bicicleta. Partí muy campante hasta la calle de Tacuba, recargué mi bici en la fachada de una casona, y parado sobre el asiento, miré fascinado uno a uno los contingentes que marcharon. Cuando llegué a casa, ya por la tarde, había un maremágnum: mis padres estaban lívidos, y a través de mis hermanas, una vez amainada su angustia, alcancé a enterarme de que me habían buscado en la Cruz Roja, la Verde, la Séptima Delegación, en casas de amigos, vecinos… y hasta en el estanquillo de la esquina, sin que apareciera por ningún lado. Me dieron una reprimenda tremebunda y me retiraron mi “Domingo” durante dos largos meses, aunque peor fue resentir la suspensión de mis acostumbradas visitas a la legendaria chocolatería La Cubana (Hoy parte del patrimonio histórico-cultural de la ciudad de México), a falta de fondos para surtir la semana de golosinas.

Y así otras tantas aventuras y experiencias que pueden parecer inocuas ante el ojo ajeno, pero que en lo personal nos sellan entrañablemente y se extienden a dar vueltecitas en la bicla a la novia en turno, la organización de carreritas con la “palomilla”, caravanas exploradoras por los límites de la colonia y más….

Ubicado en nuestros días, aplaudo que la bicicleta se haya popularizado, bien sea por un gozo recreativo, de acondicionamiento físico o con fines de limpieza ambiental. Y constatar que, a diferencia de otras décadas, cuando predominaba el tránsito de lecheros (La parrilla vuelta un cajón metálico repleto de botellas de vidrio), el vendedor de pan (La cesta bamboleando sobre su cabeza) y el del distribuidor de periódicos (Apilados en torres inmensas de papel desafiando la gravedad), que tantas veces admiré en las calles de Bucareli, donde se ubicaba el trabajo de mi padre, como reportero de la redacción central de los Soles.

Ahora, lo mismo vemos en bicicleta a un trajeado burócrata, que a mujeres jóvenes y arregladísimas camino al trabajo, o de casí todas las edades, vistiendo mezclilla, con sus bolsas del mercado o del súper colgando del manubrio…

Sin embargo, subirse a una bicicleta conlleva a la vez riesgos y accidentes, multiplicados en nuestros días, y que algunos de estos lamentablemente se entreveran con la fatalidad, lo mismo debido a falta de una cultura cívica de los automovilistas, que por su alarmante dosis de prisa neurotizada, incluyendo la proliferación de motocicletas y patines motorizados, invadiendo banquetas, …y principalmente a la incompetencia de las autoridades para ordenar inteligentemente el flujo vial, y ya no digamos para  subsanar esa plaga urbana que sexenio tras sexenio se incrementa más allá de las promesas mentirosas de campaña, o ya en el gobierno de la ciudad, administraciones que nos reciclan su ineptitud e irresponsabilidad: Me refiero, ¡Claro!, a la monstruosidad de los miles de baches que horadan el rostro pavimentado de nuestra ciudad, tan lleno de heridas abiertas, arrugas y cicatrices.

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