De la ropa como seña de identidad
Con chaleco, en entrevista con Laura Esquivel. Foto: Especial
La historia de la película Annie Hall consigna que cuando Keaton estaba preparando su hoy emblemático personaje le preguntó a Allen como debería vestirse. Y Woody le contestó: “sé tu misma, vístete como quieras, como te sientas más cómoda”.
POR PATRICIA VEGA
Los especialistas afirman que el atuendo es en sí mismo una herramienta de la comunicación no verbal. Como dice el refrán popular: “genio y figura hasta la sepultura”.
Aceptemos con franqueza que desde nuestro nacimiento hasta antes de entrar al kínder generalmente son nuestras mamás quienes eligen cómo vestiremos: desde los pañales a los gorritos pasando por las chambritas y zapatitos para bebé. Es la época en la que los bebés somos como sus muñecas –color rosa para ellas– o muñecos –color azul para ellos– que visten y desvisten a su antojo. Se recurre al amarillo y al blanco cuando existe la incertidumbre sobre si nacerá una niña o un niño.
Se trata de un proceso de socialización –domesticación le llamaría yo— “normal” en millones de familias a lo largo de la historia en el que nos van inculcando qué ropa es adecuada para las mujeres y cuál es la apropiada para los hombres de acuerdo con el clima de cada temporada del año.
Los uniformes de las diversas etapas escolares se convierten así en una tabla de salvación para aligerar –al menos durante la mitad de la jornada—la obligada carga para nuestras mamás de estar buscando un atuendo distinto para cada día de la semana, para cada ocasión y para cada chamaca o chamaco.
No sé cómo les fue a quienes están leyendo estas líneas, pero en mi caso fue alrededor del quinto o sexto año de la primaria cuando empecé a mostrar las primeras señales de independencia: ya no estaba tan de acuerdo con la forma en la que me vestían ni con los cortes de pelo o peinados que elegía mi mamá para mí. Digamos que en los años 68-69 era ya proclive a los dictados de la moda imperante en ese tiempo: la era de los hippies que, en el caso de la mujeres, encarnaba en amplias faldas floreadas de algodón, blusas holgadas con y sin mangas, huaraches, morrales, y flores y cintas en el pelo. ¿Se acuerdan?: If you’re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair… (en la voz de Scott Mackenzie)
En mi caso, la rebeldía en el vestuario, vestir a mi modo, pues, se tornaba en algo más complicado pues convivíamos con una tía más joven que mi mamá –Silvia Manuela se llama—empeñada en ser modelo y actriz, lo cual me convertía en el maniquí ideal para probar sus ideas de vestuario. Así me llegó la época de la secundaria en la que aspiraba a convertirme en una señorita vestida elegantemente y al último grito de la moda, muy femenina, sea eso lo que signifique. Durante la prepa –que cursé en mi ciudad natal, Tijuana, Baja California) transité por la etapa más femenina en el vestir de toda mi vida.
Para cuando arribé a la época universitaria el estira y afloje por mi forma de vestir –siempre me ha gustado la ropa tipo sport—se volvió más intenso pues mis compañeras y compañeros de clase iban bastante bien vestidos mientras que yo elegía usar ropa que era considerada como fachosa: pantalones de mezclilla, blusas blancas de manga larga, chalecos, zapatos bajos sin tacón, sombreros, lentes oscuros y usaba, por supuesto, un cabello lacio, lo dejaba crecer y caer hasta parecer una Morticia Adams en pleno. Sin sus curvas, aclaro.

Nunca olvidaré las recriminaciones de mi excompañero de carrera Roberto Jeffrey Mayagoitia, educado en Inglaterra y que vestía como todo un dandy al que cariñosamente apodábamos Sir Robert. Pues bien, Roberto me barría con la mirada bastante desconcertado para luego, finalmente, darse por vencido: “ay Patricia, tú nunca vas a sacrificar la comodidad por la elegancia. Eso se te nota, y mucho.”
En 1977, convertida de lleno en una estudiante de tiempo completo de la carrera de Ciencias de la Comunicación Social, empecé a ver mucho cine para acreditar las materias de historia del cine y crítica cinematográfica. Así fue como descubriría al cineasta estadounidense Woody Allen y a su musa, la actriz Diane Keaton –recientemente fallecida a los 79 años de edad–, y que se volvió inmortal a través del encantador personaje que da nombre a la famosa película Annie Hall. Era el tiempo en que las películas de Woody no habían alcanzado la popularidad de la que ahora gozan y formaban parte de la Muestra Internacional de Cine que se celebraba anualmente –y que sigue existiendo—en salas cinematográficas escogidas para destinarse al llamado cine de arte, como la Cineteca Nacional.
La historia de la película Annie Hall consigna que cuando Keaton estaba preparaNdo su hoy emblemático personaje le preguntó a Allen como debería vestirse. Y Woody le contestó: “se tu misma, vístete como quieras, como te sientas más cómoda”.
Ver en la pantalla a una desparpajada Annie Hall, la encantadora actriz Diane Keaton se transformó en una epifanía y una reafirmación sobre mi forma de vestir y mi desgarbada figura. Es la vestimenta que me parece más adecuada para una periodista que anda siempre a las carreras y que todo el tiempo salta de un lugar para otro, por lo cual se tiene que vestir de una manera cómoda para enfrentar los retos de su profesión. Por eso ahora, a mis 68 años, elijo usar el cabello corto con su color natural. Nada de tintes ni de peinados sofisticados con secadora de pelo. Me basta con el agua de la regadera, un toallazo de volada y un peine para eliminar el agua sobrante. No uso maquillaje, me enfundo en unos pantalones generalmente de mezclilla, calzo tenis y, a veces, uso chalecos y hasta corbatas cuando me da la gana.
Gracias, querida Diane Keaton/Annie Hall, por esa libertad de la que he disfrutado hasta el tuétano. Sí, por liberarme de esa necesidad de encajar en roles de género prestablecidos e inspirarme a simplemente ser como soy y a vestirme como me da la gana. Bendita seas.
















