“Ahora ya no hay necesidad de salir de casa. Compramos en línea y nos felicitamos por mensaje. Pegados al teléfono, encadenados y prisioneros sobamos la pantalla de arriba abajo”.
POR MARIANA LEÑERO
Por muchos años, mi primer deseo al acercarse la temporada navideña es ser capaz de resanar rápidamente las grietas de amargura que esta fecha suele provocar en mí. Desde noviembre viene trotando diciembre, dispuesto a arrasar con la paz que creía haber recuperado el año pasado. Las festividades resultan agotadoras, no tanto por la fiesta sino por la planeación de la fiesta.
Cuando veo a la gente feliz haciendo planes, contando días, adornando árboles y comprando regalos, quisiera apreciar como ellos el camino por el camino, como un sueño que no se preocupa por permanecer dormido y no se inmuta ante el bullicio y estrés que producen las obligaciones de consumo.
Para mí lo que menos trae la Navidad es amor y paz. Si tan solo pudiera evitar los preparativos, las compras y los intercambios, estoy segura que sería una de mis fiestas favoritas para celebrar junto con amigos y familiares.
Desde que nos venimos a vivir a Estados Unidos, siempre intentamos regresar a México para pasar la navidad y el año nuevo. Aun cuando en ambos lugares las prisas y el tráfico nos invaden por todos lados, en México la Navidad me sabe a infancia.
Los mercados se visten de fiesta, se llenan de colores, sabores, olores y música. Esquites, banderitas, ingredientes para el ponche, piñatas y musgo. Pequeñas figuritas para el nacimiento que te trasportan a un país mágico donde se puede soñar todavía. Navidad en esteroides. Eres un niño sin listas de regalo para comprar y sin presupuestos. Un sueño con exclusividad para la inocencia.
Sin embargo, la felicidad termina pronto, como terminan los sueños. Eres adulto, y te toca despertar. Y es que no se puede hablar de la Navidad sin considerar las compras y los regalos. En esta fecha los objetos cobran un valor tan importante que se adueñan de cualquier sentimiento de agradecimiento, esperanza o luz que la fiesta sugiere. Le chupan a la noche la paz y el amor. La dejan vacilante y cansada en busca de aquellos que saben festejarla por lo puro y grandioso de su origen.
Cuando es Navidad nos convertimos en Reyes Magos y en niño Jesús: oro, mirra e incienso para regalar y recibir. ¿La estrella? Los espectaculares, los anuncios de radio y televisión, Amazon, Black Friday, el Buen Fin. La realidad es cabrona. Evento de compra y venta. Y es que por más austeros que queramos ser, o por más que intentamos rebelarnos frente al consumismo, esta fiesta nos envuelve y nos atrapa hasta dejarnos exhaustos.
La noche de paz, aparece como un sueño lejano, muy lejano. Nos mira a lo lejos, mientras recorremos los pasillos de Costco atascados de personas malhumoradas que queremos llamar hermanos, pero se sienten enemigos. Asfixiados por la contaminación, se nos hace tarde, corremos entre la mezcla del calor del tráfico y el frío desgarrador del invierno.
La ansiedad por elegir los regalos es equivalente al estrés de no saber si tendremos tiempo, dinero o ambos, para comprarlos.
Con la modernidad nos han hecho creer que ahora es más fácil comprar. Las tiendas en línea presumen que nos regalan tiempo, que nos ahorran dinero y nos evitan dolor. Creyendo en el “rapidísimo” y en el “facilísimo” atamos a nuestro pie, la bola de metal pesada que con su cadena nos invita prisioneros a “disfrutar” de las fiestas.
Ahora ya no hay necesidad de salir de casa. Compramos en línea y nos felicitamos por mensaje. Pegados al teléfono, encadenados y prisioneros sobamos la pantalla de arriba abajo para elegir el regalo o el detalle que creemos que cuesta menos, pero que en el fondo vale más. Pagamos caro.
Usamos dinero virtual que nos hace creer que duele menos, o que no duele mientras que en silencio nos va quitando cada vez un poquito más. Nos perdemos de la vida que se acorta en segundos.
Intercambiamos tarjetas de regalo anónimas. ¿Para qué preocuparse por saber qué le gustaría al otro, o con qué lo podríamos sorprender?
-No me regales sorpresas, aquí esta mi lista-, -si quieres, yo te lo compro-, avísame antes y le pregunto-. De espontáneo los regalos carecen todo.
Sacas el papelito y te toca el que menos conoces, al que le regalaste el año pasado. Y tú le tocas al del mal gusto, al codo, al que recicla. Regalos que no sirven y hacen bulto y que seguramente regalarás la siguiente navidad o que utilizarás a última hora por el regalo que se te olvidó comprar. Pijamitas, galletas, bufandas, chocolatitos, velitas, cremitas… Hay que regalar para demostrar amor.
Momentos incomodos con amigos o familiares a los que hay que regalarles porque siempre te regalan. Te aseguran que no importa si no lo haces, pero el mero día extienden las manos para darte “sólo un detallito”.
Escondemos las deudas bajo la almohada, deseando olvidar los pesares acumulados mientras buscábamos llegar despiertos a la “noche de paz”. No sabemos que el anhelo por esa mismísima noche es la causa del sufrimiento que creemos estar evitando.
Me siento un robot jugando a la Navidad, quitándole la vida a lo que es vida, matando a lo que tiene que nacer y repitiendo sin novedad motivos erróneos que evitan reinventarnos de nuevo.
Cada año anhelo que me resulte más sencillo aceptar la ambivalencia que estas fechas me provocan. Atravesar rápidamente el puente de los preparativos y las compras y encontrarme al otro lado con los amigos y la familia que quiero profundamente.
Tengo que recordar el placer que me causa en este día ver a mis hijas convertirse en niñas, aunque ya son mujeres. La Navidad con sabor a infancia y familia. Ellas colocan sin lugar a duda la estrella final al arbolito de mi historia y mis recuerdos. Las risas y abrazos que intercambiamos entre hermanas, padres, primos, tíos, sobrinos, abuelos y amigos se despliegan como la mejor muestra de lo fácil que resulta regalar amor y recibirlo. Es ahí, solo ahí, que lo demás se olvida y todo se convierte sin esfuerzo en el mejor regalo de la noche.
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