Libre en el Sur

EN AMORES CON LA MORENA / San Sebastián en una sinfonía

“Entre las callejuelas, debajo de balcones con flores, nos tomamos selfies que se volvieron famosas en las revistas, sitios web y redes sociales porque alguien las tomó ‘prestadas’, ya que no se las pudo robar”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Era como si no pudiera decir más. Pero tampoco menos. Desvelaba su dicho el amor verdadero cuando respondía con un “cierto, nadie nos la podrá robar, es nuestra historia”, a mi expresión de que aquel otoño de los besos largos, y todo lo demás, estaba resguardado, blindado. Me lo dijo como si a la vez dijera que tampoco nadie me robaría sus palabras de amor inmediatas, ni ella misma, para cuando ya hacía cosas que su deslealtad escondía. Pretendía de alguna forma que ese tiempo presente siguiera siendo nuestro tiempo, vilipendiando a la vez, confundida, las oportunidades de vernos, desde allí hasta que me volviera a mandar una jacaranda –sin flores ni explicaciones— en nuestro aniversario. “Imposible olvidar”, fueron sus palabras.

Ella escribió junto a mi foto del mar Cantábrico que tampoco nadie –nunca— se podría robar nuestro San Sebastián. Aquella vez, frente al malecón de Los Cubos, donde el mar revienta por su coraje de terminar en un río, sellamos nuestro amor con la foto de un candado en el enrejado de seguridad. Queríamos sumergirnos en una corriente que nos llevara para siempre. Quedamos minutos en silencio, pausas entre frases profundas y besos larguísimos ambientados en ese ruido blanco, ese sonido “aperiódico” cuyo “patrón de onda no es repetitivo y consiste en intensidades iguales de todas las frecuencias del espectro audible”. Le faltó a la vieja definición de la Enciclopedia Británica poner que esos besos nuestros frente a ese mar tocaron por única ocasión la mayor sinfonía del espectro amoroso de todos los tiempos, donde solo los ejecutantes percibían las sensaciones de sus vibraciones en sus vientres. Buena parte de las pocas horas que teníamos para estar en aquella hermosa ciudad vasca de balcones con herrería perfectamente pintada en tonos oscuros y dorados por donde se escapan las flores amarillas y rojas y violetas, las derrochamos en escribir aquellas partituras. Las mismas partituras que efectivamente permanecen en un lugar secreto para nunca ser sustraídas por los frustrados entrometidos, incluido aquel que un día se sentó a la mesa con nosotros y observó nuestros dedos entrelazados desde su envidia dibujada en un rostro tan insípido como el de un ingeniero químico.

Llegamos a San Sebastián un 11 de octubre a las 8:24 de la noche. En la ciudad más sofisticada de aquella España donde las balas de la Guerra Civil se prolongaron con los años del terrorismo, sorprendentemente no hay rastro de aquella pesadilla en los edificios. Es como una Viena peninsular donde los pintxos son esculpidos como piezas únicas que se venden caros como tales en aparadores, delicadamente expuestos sobre piezas metálicas donde se van formando montañas. Que de huevo de codorniz, que de jamón serrano, que de queso de cabra; que de merluza, gamba o salmón… Alta cocina en miniatura.

Unos días antes terminó el festival de cine, justo allí frente a donde protagonizamos nuestra propia película, al otro lado del puente de la Zurriola. Había ganado Pacificado, la cinta brasileña dirigida por Paxton Winters donde un hombre intenta escapar de su pasado violento tras cumplir una larga condena en una favela. Qué metáfora para la chica de ojos claros que dejaron de ser tristes al otro lado del océano tras una larga condena al aburrimiento con un médico que, pasada una pandemia, habría de ahogarse en su propia fama. Le pedí que se colocara a la mitad del puente, justo debajo de una farola, para tomarle la instantánea de perfil que resultó fallida en el intento de reflejar su felicidad después de que caminamos de la mano, lentamente, por la alfombra hechiza de hojas secas a través de un jardín. Llegamos lejos con la misma parsimonia hasta el lugar de los cubos de piedra que elegimos para el pacto donde mi lengua saboreó sus labios rosados, el entremés perfecto para la posterior comilona, en el casco antiguo, de mejillones en diversas preparaciones que me recomendó un amigo vasco.

El olor al amoníaco del departamento del nicaragüense exótico al que llegamos fue el perfecto contraste para confirmar que no estábamos equivocados ante lo irrepetible, cuando la misma noche de nuestro arribo fuimos lejos, hasta el estadio de la Real Sociedad, a estacionar el auto que abandonamos durante toda nuestra estancia porque la capital de Guipúzcoa se vuelve afortunadamente imposible si no es a pie. Ya en el 12 de octubre, un día luminoso pero fresco, nos sentamos a tomar un expresito en la mejor esquina, desde donde lo mismo ella me podía contar las maravillas que su padre hablaba de San Sebastián que ver la Catedral del Buen Pastor, una extraña y hermosísima construcción neogótica inaugurada en 1897.

Entre las callejuelas, debajo de balcones con flores, nos tomamos selfies que se volvieron famosas en las revistas, sitios web y redes sociales porque alguien las tomó “prestadas”, ya que no se las pudo robar. Las imágenes son prueba irrefutable de que aquí no he mentido. A la deslumbrante opulencia le imprimimos nuestra sencillez.

Algún tiempo después mi querido Rodrigo, el gran acróbata de la vida, me escribió sin saber que justo el día anterior se cumplían cinco años de que irrumpiera sin invitación en mi vida la mujer de los hilos de miel (revoloteados por aquella brisa embrujadora del mar de San Sebastián) que a estas alturas no alcanza a dar las pertinentes explicaciones sobre los motivos que la llevaron a ver resecarse su piel sin mis caricias:

“Amigo, Paco querido, recién leí las canciones. Me encanta la última, me gusta la segunda, la tercera no tanto. Ahora me apresto a leer el texto sobre la amistad; en una ojeada a vuelo de pájaro ya vi que hablas de redes y de vinos”, me puso Rodrigo. “Tengo que contarte que antes de irnos de San Sebastián nos compramos una botella de Herradura reposado (era lo mejor que vendían en Amazon) y nos echamos unas copas a tu salud en el malecón. Fue un ritual muy relajado, un poquito clandestino y muy alegre”.        

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