Yo sabía efectivamente que mi bisabuelo nació en Santander en 1885, pero no que sus ancestros, los Pardo, provenían de Santillana del Mar. Cuando descubrí eso y las palabras de Pérez Galdós me sentí aún más cerca de lo que ya me encontraba de aquel país que no se llamaba España cuando Cortés conquistó lo que no se llamaba México.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Enfilados por el carril central de la Autovía Cantábrica, nos dio por derrochar la vida que surgía de los Picos de Europa y que nos aproximaba a la ciudad de Santander, en el último tramo de un viaje de 1,300 kilómetros por el norte de España, que finalizaría en Madrid. El conductor que era yo de un pequeño Seat negro no excedía sin embargo los límites de velocidad, como lo hacían casi todos los usuarios de la pista, mientras nos deleitábamos con paisajes formidables en donde se juntaban el mar, las montañas y el cielo.
De repente apareció el aviso de una bifurcación que nos puso en el dilema de seguir adelante o virar a la derecha, a un lugar llamado Santillana del Mar, que ya me sonaba. ¿Vamos?, le pregunté a ella. Sí, respondió. Enterado del destino, no sabía sin embargo que nos dirigíamos hacia mi origen. En medio instante giré y seguimos por un estrecho pero bien habilitado camino hacia un lugar en que habitó Benito Pérez Galdós, Premio Nobel de Literatura en 1912, una auténtica y apacible aldea medieval en medio del campo –y no del mar– donde paradójicamente lo que más se vende son las codiciadas anchoas, que no son otra cosa en realidad que los boquerones producidos en salazón.
“Al entrar en Santillana parece que se sale del mundo”, escribió el propio Pérez Galdós. Así, justo de hermoso:
Es aquella una entrada que dice: «No entres». El camino mismo, al ver de cerca la principal calle de la antiquísima villa, tuerce a la izquierda y se escurre por junto a las tapias del Palacio de Casa Mena, marchando en busca de los alegres caseríos de Alfoz de Lloredo. El telégrafo, que ha venido desde Torrelavega, por Puente San Miguel y Vispieres, en busca de lugares animados y vividores, desde el momento que acierta a ver las calles de Santillana da también media vuelta y se va por donde fue el camino. Locomotoras jamás se vieron ni oyeron en aquellos sitios encantados. El mar, que es el mejor y más generoso amigo de la hermosa Cantabria, a quien da por tributo deliciosa frescura y fácil camino para el comercio; el mar de quien Santillana toma su apellido, como la esposa recibe el del esposo, no se digna mirarla ni tampoco dejarse ver de ella. Jamás ha pensado hacerle el obsequio de un puertecillo, que en otras partes tanto prodiga; y si por misericordia le concede la playa de Ubiarco, las aviesas colinas que mantienen tierra adentro a la desgraciada villa no le permiten hacer uso de aquel mezquino desahogo. Contra Santillana se conjura todo: los cerros que la aplastan, las nubes que la mojan, el mar que la desprecia, los senderos que de ella huyen, el telégrafo que la mira y pasa, el comercio que no la conoce, la moda que jamás se ha dignado dirigirle su graciosa sonrisa.
Casi que aún no puedo creer que casi 27 años después, el miércoles 29 de marzo, el estado español me entregó mi acta de nacionalidad.
Yo sabía efectivamente que mi bisabuelo nació en Santander en 1885, pero no que sus ancestros, los Pardo, provenían de Santillana del Mar. Cuando descubrí eso y las palabras de Pérez Galdós me sentí aún más cerca de lo que ya me encontraba de aquel país que no se llamaba España cuando Cortés conquistó lo que no se llamaba México, del que ya había tomado tiempo atrás los versos profanos del poeta-mártir García Lorca y las letras enjundiosas de Joaquín Sabina; pero también aquel costumbrismo tan apegado a la Macarena y a la Almudena con el tinto y la paella, el tablao, la lidia y los ojos negros y enormes de mujer que siempre me aparecen en la Sevilla de Miguel Bosé, la ciudad de rasgos moros donde en mayo de 1996 pisé con mi padre la arena dorada del Guadalquivir en el ruedo de La Maestranza. Fue también por aquellos días que La Marcha en Madrid, con otra edad por supuesto, me hizo los mandados. Casi que aún no puedo creer que casi 27 años después, el pasado miércoles 29 de marzo, el estado español me entregó mi acta de nacionalidad.
Formado en los valores republicanos del Colegio Madrid aprecio lo mismo el cine de Buñuel y el arte de su amigo cercano –y contrario— Salvador Dalí. No seré yo por eso el que agradezca a los populistas de Podemos tal distinción, habida cuenta de que la historia de la transición española pasada por Cuéntanos cómo pasó ha sido un referente acerca de mi entera y absoluta convicción de que la vida está bajo el cielo en el que conviven y acuerdan los diferentes. Este valioso documento se lo debo en realidad a mi bisabuelo Federico Pardo Sánchez, por la parte del gen que me correspondió y también por la tristeza que tuvo que soportar como parte del autoexilio de miles de españoles que llegaron a estas tierras a “hacer la América”. Huérfano ya de padre, él no volvió a ver a su madre. Tenía apenas 18 años de edad.
Después de un par de horas en Santillana del Mar, lo suficiente para recorrer las poquitas calles empedradas de la aldea, llegamos al fin a Santander, cuando ya anochecía. Ella y yo caminamos sin rumbo y descubrimos un ambiente muy similar al del Centro Histórico de Ciudad de México, con sus oficios y sus negocios. Al día siguiente, el 10 de octubre de 2019, llamé a mi papá para felicitarlo por su cumpleaños, visitamos el viejo muelle por donde el barco del bisabuelo zarpó y entramos al hermoso edificio de Correos para enviar una postal, como se hacía antes, a mi adorada tía Elvira, llamada así en honor de una hermana de mi bisabuelo:
“Comparto contigo la enorme emoción que me dio llegar, al fin, a la tierra del abuelo Federico. Obviamente en esa evocación está el cariño que te tengo a ti a toda la familia. Que Pardo somos y estamos aquí y allá. Paco”.
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