Ciudad de México, agosto 28, 2025 13:14
Revista Digital Agosto 2025

‘Te invito a tu casa’

Como extraña, extranjera, migrante, nacionalizada mexicana, fui de esa generación a la que alguna vez me tocó quedarme en blanco, confundida, ante la propuesta de “te invito a tu casa”.

POR IVONNE MELGAR

Como el buen escrutador que ha sido de nuestras fintas y netas colectivas, mi querido amigo Joel Ortega Juárez piensa, así me lo ha dicho, que tengo una visión idílica de mi llegada a México.

Desentrañando las contradicciones que nos definen, este hombre libertario y amante de los gatos cree que he pecado de ingenuidad contando de una anfitriona generosidad mexicana que tiene sus bemoles.

Y ahora que me acerco al sexto piso de la vida y atestiguo, incrédula, la rabia que se desborda contra la CDMX, por expulsora y “gentrificada”, las dudas de Joel toman su camino para atemperar mis recuerdos.

Somos la infancia que padecimos, dicen los que saben, pero también la pubertad y la juventud que sobrevivimos, agrego. Y es ahí donde cuenta nuestro apresurado y feliz ingreso a la Secundaria Técnica #17.

Llegamos en el frío noviembre de 1978, aprendiendo a usar ropa térmica, a mi se me reventó la piel de las mejillas y las piernas al experimentar temperaturas desconocidas que nunca logré asimilar sin abrigo.

La tristeza de haber abandonado nuestra cotidianidad salvadoreña, incluidos los amigos de la colonia, se esfumó con el descubrimiento de las novedades que nos compartían nuestros compañeros.

Por supuesto que, en reconocimiento de los matices que pide mi querido Joel Ortega Juárez, también hubo burla por la manera en que hablábamos o por la manera en que nombrábamos algo.

Mi hermana Gilda y yo éramos malas para los deportes y no se diga para el vóleibol que se jugaba en el descanso y nuestra imposibilidad para rebotar la bola era un recurrente motivo de pitorreo.

Pero esas incomodidades se pierden en el mural de la hospitalidad recibida. Nos llovían las invitaciones a comer, a reuniones familiares y qué decir de las posadas cuando llegó la navidad del 79.

La relevancia de la fiesta, el esmero en los platillos y el desbordado despliegue de atenciones cuando éramos invitadas a la casa de algún compañero resultaban experiencias nuevas y me deslumbraron.

Entendí que aquel empeño en hacernos sentir el lema de la época de “esta es tu casa”, “acomódate, estás en tu casa” no tenía que ver con el nivel de ingresos ni de estudios, sino que se trataba de una actitud.

Abracé aquella forma de ser disfrutando las residencias del Coyoacán tradicional, los departamentos del FOVISSTE en Miramontes o los dúplex de la Unidad Independencia que me parecieron fantásticos.

Me fascinó la sencillez y el orgullo que cada una de las personas que nos invitaban a su casa tenían de ese espacio construido con el esfuerzo de sus padres, en varios casos sólo de la madre.

Fuimos a celebrar el cumpleaños con familias que se encontraba hacinadas en un cuatro, en las calles sin asfalto de la hoy urbanizada Avenida de las Torres, aledaña al barrio de Los Reyes.

Y al festejo por la entrega de las escrituras notariadas en la Colonia San Pedro Tepetlapa, donde las señoras ofrecían un banquete de mole con gratitud al licenciado que había llevado las gestiones.

Me encantó la manera en que los que tenían chofer y los que eran hijos de conductores vivían su propia abundancia cuando se llegaba la hora de compartir, mostrando sin reservas sus espacios.

Y vaya que siento nostalgia de ese Distrito Federal que nos cobijó cuando no sabíamos que éramos unas niñas migrantes, denominación que después sería generalizada para quienes se establecen en otro país.

Porque me gustó sentirme querida, aceptada e incluso entender que esa carrilla fronteriza con el bullying era parte de los códigos de la convivencia mexicana y que más me valía aprender a defenderme.

Encontrar un lugar en el escenario de la secundaria, el CCH y la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM implicó transitar de la extranjería a una identidad asimilada.

Y de nueva cuenta en el bachillerato y en la licenciatura disfrutamos la republicana vivencia de fundirnos entre los amigos, sin importar nuestras procedencias ni el decil socioeconómico al que pertenecían nuestros hogares.

Armando los trabajos en equipo -porque fui de esa generación que se tomaba en serio el reparto de tareas y la redacción entre todos-amanecimos en salas o recámaras de colonias residenciales, barrios periféricos, unidades habitacionales y casas a medio construir en el estado de México.

Como extraña, extranjera, migrante, nacionalizada mexicana, fui de esa generación a la que alguna vez me tocó quedarme en blanco, confundida, ante la propuesta de “te invito a tu casa”.

¿A mi casa? Ah. Sí, a tu casa que me dices que es mía para que cuando esté ahí me sienta cómoda, tranquila, sin sobre saltos, apapachada, y me la pase contenta, gozando el privilegio de compartir.

Sé que muchas tormentas han pasado desde aquellos años en que nos enorgullecíamos de defender el carácter público, gratuito, laico y republicano de nuestras instituciones educativas.

Y sé -pero vaya que me cuesta digerirlo- que la ira libera cual motor que empuja inevitables cambios de época y que de eso se trata el grito de “mi casa no es tu casa” que coreaban los jóvenes contra la gentrificación.

Es una ola que logra sacudirme esa visión idílica de la niña migrante, sustituyéndola por esta sensación de una vieja ajena a los códigos donde la rabia se considera indispensable para crear comunidad.

Y eso es lo que llamo la gentrificación emocional, ese ir siendo expulsado de la normalidad del enojo, la confrontación, el reclamo, esa lucha de clases de manual de bolsillo de la que creí haber huido.

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