Mis divertidos traumas escolares

Foto: Especial
“En realidad dos fueron los momentos que puedo considerar traumáticos de mi vida escolar… además por supuesto de la tragedia de mi ingreso al jardín de niños, en la Escuela Inglesa del Paseo de la Reforma…”
POR RANCISCO ORTIZ PINCHETTI
A la memoria de mi hermano Humberto.
“Yo soy bueno por las buenas”, nos anunció con tono suave el nuevo maestro de Ingles, un hombre de aspecto y con acento gringos, a quien le faltaba el brazo derecho. “¡pero soy malo, muy malo por las malas!”, completó con tono de clara amenaza y cara de mano mientras lanzaba el borrador con la habilidad de Sandy Koufax justo hacia donde un par de compañeros habían compartido risitas nerviosas.
Esa escena marcó mi ingreso a la secundaria, en el Instituto Patria de los padres jesuitas en el que había estudiado toda mi educación primaria. Traumático de por sí la transición entre dos ciclos escolares muy distintos, la dureza innecesaria de semejante amenaza nos hizo no sólo enmudecer y guardar un largo silencio, sino descubrir que la disneylandia de nuestra escuela básica, en buena medida mimados por nuestras maestras, había terminado.
Era febrero de 1958. México se encontraba en plena transición política y arrancaba la campaña presidencial. Adolfo López Mateos había resultado ser “el tapado” que efectivamente fumaba Elegantes (como rezaba un anuncio de la Tabacalera Mexicana de la época) y se perfilaba como seguro sucesor de Adolfo Ruiz Cortines, priistas ambos naturalmente. El chihuahuense Luis H. Álvarez era el abanderado de Acción Nacional (PAN), nominado para continuar en “la brega de eternidad”, frase y misión que acuñara el fundador Manuel Gómez Morín. Los resultados de la contienda son viene elocuentes de que era entonces la realidad política mexicana. López Mateos recibió el 90.3 por ciento delos votos y el panista don Luis el 9.42.
Aparte del trauma de aquella inesperada y contundente advertencia del maestro de Inglés, que por cierto a la postre resultó no sólo ser buen profesor sino también buen tipo (al que llegué admirar por sus habilidades con las que superaba su discapacidad, como manejar con una sola mano su auto de transmisión manual), mi llegada a la secundaria fue una buena experiencia, cada vez más interesante.
En realidad dos fueron los momentos que puedo considerar traumáticos de mi vida escolar –además por supuesto de la tragedia de mi ingreso al kínder en la Escuela Inglesa ubicada en el Paseo de la Reforma justo donde hoy está el Hotel María Isabel. Uno fue esa, la transición de primaria a secundaria en el Instituto Patria de los padres jesuitas. El otro, mi cambio de escuela, de ciudad y de vida cuando me fui a repetir el tercero de secundaria al Instituto Hidalguense de Pachuca, una escuela marista, luego de tronar dos materias en el Patria.
Fue menester una suerte de convenio de intercambio familiar, para que fuera a residir a la Bella Airosa en la casa de mis tíos (la hermana de mi madre, Adelita, y su esposo, el doctor Clemente Cabello, inolvidables ambos). Conforme a lo acordado, yo viajaba a Pachuca cada domingo en la noche y regresaba a la ciudad de México cada viernes por la tarde, al salir de clases. En casa disfrutaba de mi fin de semana, que en general era muy grato.
Aunque en aquello tiempos llamaba de manera un tanto irónica “la Siberia Mexicana” a la ciudad de las palanquetas, la verdad es que estancia en Pachuca fue placentera, acogido por el cariño de mis tíos y la compañía de mis amigos y condiscípulos. Resentí el cambio –en plena transición de la adolescencia a la juventud, además– entre una escuela inmensa como era el Patria, –con edificios de Primaria, secundaria y preparatoria, auditorio, comedores, oficinas, capilla, canchas de Barquet y Volei y un campo reglamentario de futbol, que ocupaba toda una manzana en Polanco—y el pequeño Hidalguense con apenas una docena de aulas, pero más la diferencia de métodos de enseñanza entre los jesuitas y los maristas, éstos mucho más metódicos y exigentes.
Don Aquilino, el maestro titular de nuestro grupo, era un hermano marista español muy simpático y bonachón, mayor ya, de cuya candidez abusábamos. Recuerdo su sorpresa ante nuestras risotadas babosas cuando leyó un verso de Luis de Góngora –“ándome yo caliente y ríase la gente”–, en la clase de español. O nuestras carcajadas y franca algarabía cuando se quejó de un compañero incontrolablemente travieso y comentó muy serio, enojado: ¡Este siempre se me para y se me sale sin permiso!”
Aparte del “exilio”, como llamé guasonamente a mi estancia en Pachuca, –y aunque sí extrañaba a mis padres, a mi casa y a mi ciudad–, la verdad es que fue una buena experiencia. El método marista me sirvió para disciplinarme un poco, y a final de cuentas conseguí no solo pasar todas mis materias sino con buenas calificaciones.
Mi prometido regreso al Patria para cursar ahí mi prepa se frustró por el incumplimiento del prefecto a su propia promesa de recibirme luego de que repitiera el tercero de secundaria en otra escuela. “Es mejor que lo haga en otra escuela y luego regrese”, había dicho. “Aquí le guardamos su lugar”. Cosa que el jesuita no cumplió a pesar de los ruegos, enojos y reclamos de mi querido hermano Humberto, mi segundo papá, que a punto estuvo de mentarle la medre.