Tres prendas que marcaron mi vida
Con el Traje del Desfile. Foto: especial.
“La historia de otro traje icónico de mi biografía es bastante menos divertida. Me lo compré para mi boda, acaecida en agosto de 1968. Era un terno gris Oxford, que entonces era bastante común. Lo llevaba puesto el 2 octubre de ese mismo año, cuando se me ocurrió asistir al mitin del movimiento estudiantil en Tlatelolco…”
POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI
Si se trata de evocar prendas de vestir significativas en nuestra vida, entrañables además, comenzaría por mencionar mi Traje del Desfile. Tendría cuatro, cinco años cuando mis padres me compraron en una tienda del centro llamada Macazaga un trajecito de casimir de pantalón corto que estrené un 16 de septiembre, justo para acudir muy elegante a mirar el tradicional desfile militar desde el balcón de una oficina que mi tío el abogado Enrico Pinchetti tenía en la avenida Juárez, esquina con la calle López.
Se le quedó ese apelativo: el Traje del Desfile. Con él aparezco en una foto de esas de estudio que antes se tomaban a los niños a determinada edad. Me veo muy sonriente e impecablemente peinado (seguramente con limón, como acostumbraba mi madre), montado en un caballito de madera, que supongo era parte de la utilería del fotógrafo para que sus clientes posaran.
La historia del otro traje icónico de mi biografía es bastante menos divertida. Me lo compré para mi boda, acaecida en agosto de 1968. Era un traje gris Oxford, que entonces era bastante común. Lo llevaba puesto el 2 octubre de ese mismo año, cuando se me ocurrió asistir al mitin del movimiento estudiantil en Tlatelolco.
Y si, le tocó –tirado yo en el piso del tercer nivel del edificio Chihuahua– el balazo que me pegó en la cara anterior del tercio superior del muslo izquierdo, como dicen los partes médicos rutinarios para describir una herida. También sufrió la empapada por el agua que bajaba por las escaleras desde la azotea, proveniente de los tinacos supuestamente perforados por las balas.
Nunca me dolió el dichoso balazo, aunque constaté que en efecto había un pequeño oficio en el pantalón de mi traje, desde que los tipos del Batallón Olimpia me dieron un lugar preferencial –gracias a mi credencial del semanario Jueves de Excélsior—en el pequeño baño del departamento del segundo piso a donde nos metieron a todos los detenidos.
Cuando se me permitió salir e irme gritando “blanco! ¡blanco! por los recovecos de las ruinas prehispánicas para salir por el templo de Santiago y llegar gracias al aventón de un fotógrafo al edificio de Excélsior, mi querido amigo Paco Ponce confirmó que efectivamente existía un orificio de entrada en la susodicha ubicación de mi pierna. Ello fue absolutamente confirmado por don Leopoldo Gutiérrez, Polito, el jefe de redacción del diario y médico aficionado, cuando diagnosticó que el había un orificio de entrada per ninguno de salida, por los que podía afirmarse que la bala se había quedado entre los músculos de mi pierna, lo que sería corroborado en el quirófano por los cirujanos que me extirparon 12 de las 13 esquirlas en que se desintegró el proyectil.
El traje que corrió conmigo semejante aventura fue a la tintorería y permaneció mucho tiempo en el closet. Lo utilice algunas veces, tres o cuatro, a pesar de que nunca lo llevé con el sastre para que le realizara como a mí los médicos un “zurcido invisible”, entonces muy en boga. En realidad, era tan pequeño el hoyito que no ameritaba una intervención especializada. Lo conservé como una reliquia, como supongo que harán los toreros con los ternos de luces que les significan referencia a algún acontecimiento definitorio en su carrera, ya una cornada grave o un triunfo clamoroso.
La verdad, ignoro cual fue el destino final de aquel traje gris Oxford. Seguramente un día se fue con el montón de ropa que mi mujer entregó al ropavejero, o de plano acabó vistiendo a algún mendigo más pobre que yo.
La Gabardina de don Luis es la tercera a mis prendas con méritos para estar en este relato otoñal. Es sin duda, la que más tiene que ver con el clima que desde finales de octubre ya nos ha obligado a cubrirnos con más capas de ropa. Les platicó que aquella gabardina azul oscuro perteneció a un viejo periodista, don Luis Ortega, que era algo así como mano derecha de un reportero policiaco de prosapia en la hoy desaparecida segunda edición de Ultimas Noticias, el vespertino de Excélsior, Manuel Camín.
Camín era a la vez director de un bisemanario policiaco de la misma casa editorial, también ya desaparecido, que se llamaba Magazine de Policía. Acabaron con él la competencia del Alarma, que por entonces hizo suyo el caso de las Poquianchis, y Julio Sherer García, que al llegar a la dirección general de Excélsior lo suprimió de plano.
El destino –y una recomendación de don Polito Gutiérrez, el mismo que constató el balazo en mi pierna—me llevaron a la redacción de aquella publicación metida como cueva entre rodillos de papel periódico en el segundo piso del edificio del propio Excélsior, en Bucareli 17, donde estaban los talleres de la cooperativa.
Aunque entré en calidad de aprendiz, acabé siendo el redactor principal (y único, por cierto) del mentado Magazine, lo que me permitió constatar la capacidad periodística y sobre todo la calidad humana de don Luis, mi jefe directo. Era un tipo cálido y comprensivo, del que aprendí mucho. Con él compartí incontables noches de trabajo y charlas interesantes, dos veces por semana, mientras el director movía la batuta… desde algún bar del rumbo. Salíamos de madrugada –a veces de plano al amanecer—luego de cerrar la edición correspondiente. Al terminar una de esas jornadas, la mañanita helada de diciembre estaba acompañada de una menuda y gélida llovizna. Don Luis seguramente se percató de la escuálida chamarra verde que supuestamente me abrigaba, porque sin más se quitó la gabardina que llevaba y me la entregó: “póntela, te la regalo”, me dijo. “Yo traigo suéter”.
Fue así que la Gabardina de don Luis, –que por dentro tenía un forro de lana que la hacía muy calientita–, entró a formar parte de mi nada extenso guardarropa. La use muchas veces y la conservé muchos años, más que por cubrirme de la lluvia y el frío por el recuerdo de aquel señor periodista que demostró ser mejor ser humano.
















