Ir contra los coros, no sumarse al linchamiento, decir lo que incomoda— es hoy el gesto más torero y más rockero que queda. Porque en un mundo donde todos aplauden al mismo tiempo, lo verdaderamente rockero es decir que no.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Habrá que ver
Si la crónica Verónica reacciona
La Verónica mitad
Tiene muy poca maldad
Pero esta cansada de esperar.
Andrés Calamaro no necesita introducción, pero siempre aparece en escena como si la mereciera. La más reciente ocurrió en Cali, Colombia, cuando interrumpió su canción Flaca para lanzar un brindis que sabía impopular: “Va por los toreros, los ganaderos, los banderilleros y los aficionados que se quedan sin trabajo”. Enseguida vinieron los abucheos. Él respondió con un comportamiento absolutamente dilaniano: “Lo siento. Están cancelados. Están bloqueados. ¡Hasta nunca!”. Y se bajó del escenario como si el rock todavía significara algo más que algoritmos.
Pero volvió. Volvió al escenario un poco a regañadientes, pero volvió. Hizo bien. Porque al hacerlo se ponía en su propia estatura: la del artista que sabe que el arte no es complacencia, pero tampoco desdén. Cantó ante un público que había pagado por verlo. Obviamente en el pago no estaba incluido increparlo ni mostrarle intolerancia a alguien a quien, supuestamente, ya conocían. ¿O acaso no sabían a quién habían ido a escuchar?
Lo cierto es que Calamaro tocó los cuernos de un toro ideológico: el de la cancelación automática. Y lo hizo como siempre lo ha hecho: con estilo, sin pedir permiso y defendiendo lo que muchos no se atreven ni a nombrar.
No era la primera vez. En 2016, cuando un grupo de argentinos viajó a España a declarar la guerra cultural contra las corridas de toros, Calamaro publicó una carta incendiaria en el diario ABC, titulada “El Reich animalista”. En ella escribió: “La tauromaquia no es maltrato de animales, ni asesinato, ni tortura; es una expresión de arte cruento, la más explícita de todas las artes”. Y más adelante: “Los antitaurinos tienen una sensibilidad abyecta, son los primeros en pedir la censura para todo lo que les parece mal. Con esa superioridad moral quieren imponer su totalitarismo emocional”.
Por ese texto recibió el Premio ABC Periodístico Taurino Manuel Ramírez. Lo premió la derecha cultural española, sí. Cuando supuestamente era la izquierda la que defendía la libertad cultural, la diversidad, desde el taurino García Lorca hasta nuestros días. Pero lo hizo por lo que la carta tenía de texto: esa forma salvaje y contradictoria de pensar con belleza. Como cuando Sabina canta desde su cinismo poético y Calamaro responde desde la cornisa, con un cigarro entre los dedos, preguntándose si todavía queda algo de libertad entre tanta corrección.
Los fans de verdad ya lo sabían. Media verónica, uno de sus clásicos más delicados, no lleva ese nombre por casualidad: se refiere a uno de los pases más emblemáticos de la fiesta brava, ejecutado con particular arte por el legendario Morante de la Puebla. No es una metáfora accidental, sino un homenaje deliberado. La media verónica es el remate de una tanda de pases llamada verónica, en la que el torero, con el capote desplegado, ofrece una coreografía mínima en la que detiene el tiempo. La media verónica recorta el momento y lo vuelve de medio segundo. Solo la mente puede congelarlo, o un artista plástico. Es un poema en movimiento donde el torero extiende la embestida y la vuelve belleza. Y como en la canción, también ella —la media verónica— “está cansada de esperar”, entre “el deseo y el deber”, entre “el sofá y el diván”. Así también Calamaro canta al amor deshecho: con ambigüedad, con arte, con peligro.
Pero la polémica reciente no expone solo su postura taurina, sino algo más profundo: la forma en que la corrección política termina por sustituir la empatía social. En Colombia, el Congreso prohibió las corridas a partir de 2027. Miles de personas —de campo y plaza— perderán su sustento. Pero lo importante en redes fue si Calamaro fue grosero. Lo que dijo sobre los empleos perdidos pareció importarle a muy pocos. Hay en todo esto una piedad selectiva, una moral de escaparate: no se salvan los rastros, pero se prohíben las plazas; no se salva el toro, pero se salva el filete. Se cierran los ojos en el matadero y se abuchea la arena. El dolor no desaparece, solo se esconde donde no estorba al espectáculo de la virtud.
Lo mismo ocurre en México, donde también la tauromaquia está siendo cancelada por decreto, sin soluciones para quienes han vivido de ella durante generaciones. Y en ese sentido, Calamaro, sin saberlo o sabiéndolo todo, se convirtió en una voz que también clamó por los que en México perderán su trabajo sin que a nadie le importe. Porque aquí también hay una industria cultural cercada por sentencias y activismos sin matices. Y aquí tampoco parece importar demasiado.
Lo de Cali fue un acto de torería. Tal vez desproporcionado, tal vez desafinado, pero auténtico. Porque Calamaro no es un artista de Spotify. Es un artista que se arriesga, que se planta, que se va si no le gusta la faena, pero que vuelve si sabe que eso también es parte del arte. Su gesto fue tan discutible como necesario. Un pase a lo Morante, imperfecto pero memorable. Una media verónica en pleno siglo XXI, cuando todo se mide en “likes” y se mata con hashtags.
Esa transgresión —ir contra los coros, no sumarse al linchamiento, decir lo que incomoda— es hoy el gesto más torero y más rockero que queda. Porque en un mundo donde todos aplauden al mismo tiempo, lo verdaderamente rockero es decir que no. Esa negativa, solitaria y lúcida, es la forma más pura de rebeldía… en una época que construye un fascismo cultural con aplausos.
Y esa rebeldía es más urgente que nunca. Más urgente que en la era de los hippies, más urgente que en los prolegómenos de los setenta. Porque hoy ese fascismo cultural se expande por el mundo como una neblina correcta que amenaza, casi sin que nos demos cuenta, las libertades esenciales: la libertad de pensar diferente, de gozar diferente, de disfrutar diferente, de saber lo que se quiere de manera diferente. Ya no hay nada, supuestamente, fuera del marco de la dignidad humana… excepto todo lo que no encaja en su forma prefabricada.