Libre en el Sur

Verano: ¡Está pringando!

“La foto tomada por Regine retrata esa esperanza legítima, universal acaso, instantánea y eterna: una postal de ese momento en que padres e hijos nos fusionamos en el encuentro recíproco de estar juntos”.

POR IVONNE MELGAR

La aclaración era parte de la materia de Ciencias Naturales en la enseñanza primaria: en El Salvador, el tiempo y el clima se dividían entre el invierno y el verano.

Así que cuando hablamos de exámenes escolares, recuerdo las preguntas sobre el corazón como un músculo ajeno a nuestro control y la de las estaciones.

¿Cuándo ocurre el verano salvadoreño? La respuesta simple habría sido cuando llueve y hace más calor del acostumbrado. Pero lo correcto era decir que de mayo a octubre.

Un tiempo en el que el agua cae a cantaros y una se acostumbra a la infaltable sombrilla y a compartir el recurrente anuncio parroquial: “está pringando”.

Me encanta esa palabra que alude a la lluvia suave y que dejamos de usar cuando llegamos a México, mudándonos al chipi chipi y donde, para nuestra fortuna, éste no era el único sinónimo del verano.

Porque, además, y esa sí fue una gran noticia, aquí conoceríamos las cuatro estaciones del año. Y vaya que fue hermoso enterarnos del fervor con que llegaba la primavera junto con los honores escolares a Benito Juárez en cada recordatorio de su natalicio, el 21 de marzo.

Y la novedad más conmovedora que años después disfrutaría inmensamente como madre de Santiago y Sebastián en su irrepetible Guardería de Gessel con la gran Graciela Ramírez, su directora, al frente: el desfile de niños disfrazados de abejas, conejos, tigres, leones y cocodrilos.

Pero faltaba lo mejor: las vacaciones escolares y con éstas los maravillosos Cursos de Verano que se impartían en la Delegación Coyoacán y que mi hermana Gilda y yo disfrutamos a plenitud al inscribirnos al Parque Deportivo La Fragata.

Habíamos terminado nuestro reducido y estresante primer año en la Secundaria Técnica Número 17, donde gracias a las gestiones de Candelaria Navas, nuestra madre, nos aceptaron en enero, cuatro meses después del inicio del ciclo, bajo la condición de ponernos al corriente. Y lo logramos: en un semestre, mi hermana Gilly hizo el primer año de secundaria y yo el segundo.

De manera que apenas estábamos aclimatándonos al entonces Distrito Federal, ya sin el frío que nos escaldó las mejillas y los labios a nuestra llegada, cuando cayeron las vacaciones y, para alegría nuestra, el aviso de que muy cerca de la escuela habría curso de verano.

Nos asomamos tímidamente a las calles de Abasolo, Londres, Xicoténcatl y París que rodean el inolvidable espacio donde sin tramitología ni regateos aceptaron de inmediato nuestra solicitud para ser parte del grupo que tomaría las actividades en los meses de vacación escolar, todas gratuitas.

Había que hacer el mismo trayecto que a la secundaria, levantándonos un poco más tarde y con el doble estímulo de que, si queríamos, tomábamos el desayuno del DIF con el mazapán y la palanqueta incluidos, y lo mejor: las visitas los miércoles y viernes a otros deportivos de la Ciudad, donde aprendí a lanzar la jabalina en el entrenamiento de atletismo.

Pasado el tiempo, cuando debí cubrir eventos de autoridades capitalinas como reportera, me topé con los lugares que gracias al Curso de Verano recorrimos en aquellos años de nuestra reciente incursión mexicana.

Era muy emocionante llegar a La Fragata y ver los autobuses afuera, listos para transportarnos al oriente, al poniente, al norte y al centro de la ciudad, un regocijo sólo recuperado cuando Martín y yo, en el verano de 2019, previo a la pandemia, decidimos regalarnos durante dos días las rutas del TURIBUS chilango. Unas vacaciones para gozar las avenidas sin el estrés cotidiano.

Aunque si de elegir las mejores estampas de la estación se trata, me quedo con unas escalinatas de Venecia, donde posamos Martín, su hermano Manuel, su hija Franca, nuestros niños Santiago y Sebastián y yo, en agosto del año 2000.

La imagen fue captada por Regine Günter, madre de nuestra sobrina alemana-mexicana, en aquel viaje extraordinario en el que descubrimos la belleza del tren europeo y las delicias del vino al caer la tarde en Fráncfort.

Éramos jóvenes, en esa edad en que todo está por escribirse, y la crianza es un aprendizaje cotidiano y aun creemos o pretendemos, ilusa y afanosamente, que la felicidad de nuestros hijos sólo depende de nosotros.

Acaso porque esa foto tomada por Regine retrata esa esperanza legítima, universal acaso, instantánea y eterna, es una de mis favoritas en el álbum de la vida.

Y porque es una postal de ese momento en que padres e hijos nos fusionamos en el encuentro recíproco de estar juntos.

En esos días del emblemático año 2000, descubrimos que el verano, en esa parte del mundo, es un periodo de pausa para millones que se lo toman a pecho, mientras otro tanto de la humanidad lo hace posible.

Y supimos del dolce far niente, ese placer de no hacer nada que a los adictos al trabajo tanto nos cuesta, pero que he podido experimentar en esa estación, con mi hermana Gilly y Jesús, tomando un Montalcino en La Toscana; y con todos los de la foto de la escalinata veneciana en nuestras interminables caminas en Berlín, escuchando Viva la vida de Coldplay, la canción más sonada de algún verano ¿2010, 2012?

Ahora que julio se asoma fiestero y hedonista para miles que llegan a una Ciudad de México cosmopolita y codiciada como uno de los mejores destinos del sol, armo el tour de mi verano perfecto que, por supuesto, arrancaría en San Salvador lluvioso, junto a mi madre, mirando los almendros de su casa y escuchando la de Fuiste mía un verano de Leonardo Favio que siendo niña me hacía llorar -no entiendo todavía por qué: “…Solamente un verano… Yo no olvido la playa ni aquel viejo café. Ni aquel pájaro herido que entibiaste en tus manos. Ni tu voz ni tus pasos se alejaron de mí…”

Esa canción en la que el autor se topa con la nunca olvidada amante ocasional, padeciendo su rechazo en el estribillo de “…que otra vez será, que otra vez será…tierno amanecer…sé que nunca más”.

Ese tour pendiente incluye el desafío de descubrir cuál es el parque más bello de la CDMX, el mejor donde leer poemas de Roque Dalton, Neruda y Benedetti, como ceceacheros, agradeciendo a la vida el privilegio de habernos entregado mutuamente muchos, decenas, tantos veranos.

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