Me concentro en un reencuentro que, al compartirlo en estas breves líneas, me permite recordad y honrar a todas las amistades –mujeres, hombres y amigues– que he tenido a lo largo de mi vida.
POR PATRICIA VEGA
Ya lejos del mundanal ruido provocado por la mercadotecnia, pero todavía en el mes de febrero, les cuento que acabo de regresar de mi tierra natal: Tijuana, B.C., una especie de paraíso perdido que me hiere continuamente, porque estoy consciente de que la ciudad ha cambiado mucho y de que ya no es lo que fue, Sin embargo los recuerdos atados a esa geografía perduran, tal como me lo hizo ver una amiga de la prepa: Gloria L.
Con la muerte de mi madre se cierra un ciclo e inicia otro: el de una orfandad ontológica difícil de explicar. El caso es que tuve que volver a Tijuana –el lugar en el que mi madre fue más feliz—a recoger sus pasos y algunos de los míos. Pero esa es una larga historia para otra ocasión.
Me concentro en un reencuentro que, al compartirlo en estas breves líneas, me permite recordad y honrar a todas las amistades –mujeres, hombres y amigues– que he tenido a lo largo de mi vida en muchos lugares a los que he llegado a vivir sin que me lo propusiera de manera totalmente libre, las circunstancias de mi propio andar por este planeta han tenido mucho que ver en eso que se llama destino, a la manera en que los griegos lo entendían y definían. De ahí el poema que escribí siendo muy joven y que desde entonces reverbera dentro de mi:
Me hiere la costumbre/
de echar raíces en todas partes.
Estoy hecha de muchas despedidas:/
Incendian mi camino.
Continúo con el relato.
Resulta que en Tijuana tengo una tween, una hermana gemela elegida por nuestros destinos: nacimos el mismo día, del mismo mes, del mismo año: 25 de julio de 1957. Esa “coincidencia” nos amiga y nos hermana, aunque tuvimos distintas mamás y papás y venimos al mundo con algunas millas –como se dice por allá—de distancia. Mi amiga Giselle D.M, nació en un hospital de San Diego, California, en el otro lado de la frontera a la usanza de las mamás que iban a “aliviarse” en Estados Unidos; yo nací en el hospital Llamas de Tijuana. Supongo que ese pequeño desfase geográfico tendrá alguna influencia en nuestras cartas natales, pero de que ambas fuimos concebidas en Tijuana no hay la menor duda, por eso compartimos la mayor parte de las características buenas y males de nuestro signo zodiacal: somos un par de leoncitas irredentas.
Pasábamos todo el día, juntos con otras niñas y niños, jugando en las calles cercanas a nuestras casas y cuando no, algunos días iba a casa de Giselle y su mamá, doña Alicia, nos cuidaba y nos educaba. Otros días íbamos a mi casa, donde mi mamá, doña Teresa, nos cuidaba. Candil de la calle oscuridad de la casa: éramos tremendas en nuestros hogares, pero ángeles ejemplares en los ajenos. Me contó Giselle, ahora que nos vimos, que mi mamá me consentía mucho y me dejaba hacer mi santa voluntad. En cambio, a ella, recuerdo, por ser la sexta hija, su mamá le daba en la cabeza con un matamoscas para hacerla comer porque era bastante melindrosa. En su casa yo me comía todo lo que me servía la señora Daher –“deberías de aprender a tu amiguita Rosa Patricia”—mientras que en mi casa hacía sufrir a mi mamá porque sólo quería comer espinacas como Popeye, el marino. A Giselle no se le olvida que cuando iba a mi casa fijaba intensamente la mirada en la parte de arriba del refrigerador y le preguntaba a mi mamá: “señora Vega, cuándo va a abrir sus galletas, ¿no quiere abrirlas ahorita?”.
Esta anécdota tan sencilla sirve para ilustrar las miles de situaciones que compartimos en nuestra primera infancia Giselle y yo y que, ahora descubrimos, nos unieron con un profundo lazo invisible que pervive de manera sorprendente, a pesar de los caminos tan distintos que hemos seguido a lo largo de estos sesenta y siete años de vida terrestre y terrenal. Siempre disfrutamos el tener noticias una de la otra, sentimos en carne propia nuestras alegrías, tristezas, preocupaciones, logros y derrotas. Parece fácil, pero eso es posible gracias a un profundo reconocimiento y respeto que tiene su origen en esa lealtad infantil. Por eso estoy convencida de que la amistad es una de las formas más puras del amor y que tanto cultivarla como conservarla a lo largo de los años, es un arte que traspasa nuestras diferencias para asentarse en nuestras coincidencias. Es una cajita de cristal –como ha escrito Deyanira del Castillo, otra amiga de la etapa universitaria— en la que guardamos las mejores experiencias de nuestra vida.
Y sí, siento la tranquilidad de tener una gemela en la ciudad en la que nací. Estamos convencidas de que algún día no muy lejano haremos juntas el Camino a Santiago de Compostela, nuestro santo de cabecera y de España. Hicimos el pacto de ir solas o con nuestras familias y amistades. Caminaremos a nuestro paso, al estilo de los peregrinos medievales, en una aventura mística muy lejana a las versiones de cinco estrellas que hoy están en boga, al ser hoy una socorrida ruta turística denominada como patrimonio de la humanidad.
Amén.
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