Lo que nos queda es no bajar la guardia; al contrario, extremar todas las medidas preventivas para no caer. Y si al inicio nos dio temor, pavor, y pánico, es ahora más que nunca cuando no debemos relajarnos, aunque el color de un semáforo indique lo contrario.
POR REBECA CASTRO VILLALOBOS
Quisiera escribir de cuando todo esto pasé (la maldita pandemia); quisiera externar mi deseo de poder besar, abrazar a mi madre, a mis hermanas, hermanos y demás parientes, sin ningún miedo. Verlos, reunirme con ellos, convivir, y el que este tiempo de confinamiento nos haya enseñado a ser una verdadera familia, “estar todos en bola”, como diría mi padre.
Espero con ansía el día que pueda volver a ver a Paco, mi pareja; demostrarle que la distancia no ha aminorado, sino acrecentado nuestro amor, retomar nuestros planes, muchos de ellos referidos a viajes que tanto disfrutamos juntos e incluso el “pueblear” , en ocasiones con su hija y su nieta.
Quizás en lo personal, salvo mis caminatas o, si mi presupuesto lo permite, el gimnasio, serán las actividades que pueda retomar. El desempleo ha causado modificado en mucho mi estilo de vida social, pero me ha dado la oportunidad de saber a ciencia cierta quienes están y siguen a mi lado, a pesar de la penuria económica.
Pero eso no importa. Aunque mis tiempos sigan siendo míos y no tenga la obligación de un empleo. Tendré eso sí la libertad de no salir, quedarme en casa, mantener mi encierro o, en su caso si se me antoja, moverme fuera, transitar y/o visitar a quien yo quiera, manifestando mis sentimientos de una manera física y no a través de una pantalla o por un teléfono celular, con mensajes o vía chat.
¿Saben qué más quiero hacer? Ir a un templo, acudir a una celebración eucarística en persona, solicitar el sacramento de la confesión; comulgar, demostrar que todo este tiempo, desde el desempleo y aún más en la epidemia, no ha sido en balde y mi acercamiento a la religión es verdadero, palpable en todos los sentidos.
Pero lo más importante, darle gracias a Dios, a la Virgen y todos mis Santos por los favores recibidos en esta pandemia y de la cual personas muy cercanas y queridas pudieron salir adelante, en uno de los casos pese a la gravedad de la situación. Asimismo agradecer por los que estuvieron expuestos y resultaron negativos.
Sin embargo, todo indica que por lo pronto mis deseos de hablar de este virus en pasado, se quedarán en sólo anhelos, toda vez que este maldito llegó para quedarse; por lo menos hasta que se encuentre una vacuna que lo combata.
Hace poco alguien me dijo, y reflexiono: tenemos que vivir con esta enfermedad, nos guste o no, es así. Debemos de aprender a manejarla, conocer sus puntos débiles a modo que seamos nosotros los fuertes, y su permanencia en el ambiente no nos afecte.
Así pues, lo que nos queda es no bajar la guardia, al contrario, extremar todas las medidas preventivas para no caer. Y si al inicio nos dio pavor, temor y pánico, es ahora más que nunca cuando no debemos relajarnos, aunque el color de un semáforo indique lo contrario.
Hay que continuar pues con todos los cuidados.
Dejemos de pensar que a nosotros no nos tocará, que no somos elegidos para que el virus entre en nuestro cuerpo. No somos inmunes, hay que aceptarlo. Si bien, como buena creyente, sé que los milagros existen y Dios todo lo puede; no le dejemos todo en sus manos, hay que apoyarlo uniéndonos en oración.
Otra más: en el supuesto que nos toque, como ya ha pasado a conocidos, seamos sensibles y no hagamos de ello vox populi, sino en su lugar ponernos a rezar, orar, es la mejor prescripción que desde el cielo nos mandan para apoyar a quienes caen en la desgracia del contagio.
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