Ciudad de México, septiembre 12, 2024 07:29
Revista Digital Agosto 2024

Los XIX Juegos Olímpicos (y las olimpiadas culturales) en mi memoria

Con los ojos bien abiertos empecé a apropiarme de una ciudad y su entorno que en esta ocasión rememoro, a la manera juguetona de Me acuerdo, el influyente libro de Georges Perec, uno de los escritores más importantes de la literatura francesa del siglo XX.

POR PATRICIA VEGA

Fue tan traumática esa experiencia social que durante mucho tiempo mis recuerdos del año de 1968 estuvieron ligados únicamente a la matanza con la que culminó el movimiento estudiantil del 68.

Durante años borré de la memoria toda evocación concerniente a la parte lúdica de la historia mexicana de ese mismo año: la ciudad de México como sede de los XIX Juegos Olímpicos, lugar que no ha vuelto a ocupar nuestro país.

Esa es la razón, de fondo, por lo que nunca he escrito de esos Juegos Olímpicos; así que la invitación a hacerlo ha sido un magnífico acicate para activar mis remembranzas a los once años y su reelaboración 56 años después.

Proveniente de mi tierra natal, Tijuana, llegué a vivir a la entonces Ciudad de México en 1967. Con los ojos bien abiertos empecé a apropiarme de una ciudad y su entorno que en esta ocasión rememoro, a la manera juguetona de Me acuerdo, el influyente libro de Georges Perec, uno de los escritores más importantes de la literatura francesa del siglo XX. Empecemos:

Me acuerdo de que leí que en 1963 México obtuvo la sede de los siguientes Juegos Olímpicos, compromiso internacional que por primera vez adquiría un país latinoamericano, perteneciente al entonces llamado “Tercer Mundo”.

Me acuerdo de que nuestro país se esforzaba por entrar de lleno a la modernidad y por colocar a la Ciudad de México entre las capitales cosmopolitas del mundo.

Me acuerdo de que al transitar por el periférico veía desde el auto el avance de la demolición de lo que fue el Hospital Psiquiátrico de La Castañeda –la decadente “casa de los locos”—inaugurado durante el porfiriato. Su lugar fue ocupado por las entonces modernas unidades habitacionales Torres de Plateros y Torres de Mixcoac, caras más “amables” de una ciudad en plena transformación.

Me acuerdo de haberme enterado de que el Comité Olímpico Mexicano fue presidido por el destacado arquitecto Pedro Ramírez Vázquez y de que su segundo de abordo fue el abogado Alejandro Ortega San Vicente. Jamás imaginé que muchos años después, cuando realicé mi servicio social en Cd. Lázaro Cárdenas, Michoacán, ambos serían mis jefes.

Me acuerdo de que con un rezago temporal importante que puso en riesgo la sede para México, se inició la construcción de nuevas instalaciones como la alberca olímpica y el gimnasio Juan de la Barrera, el Palacio de los Deportes Juan Escutia, el Velódromo Olímpico Agustín Melgar (ubicado en la ciudad deportiva Magdalena Mixuca), la remodelación del Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria y, por supuesto, la construcción de los 21 edificios de la Villa Olímpica. Otras edificaciones que ya existían y que se les dio una mano de gato para ser usadas durante las competencias deportivas fueron: el Teatro de los Insurgentes, la Arena México, el Auditorio Nacional, por mencionar algunos ejemplos.

Me acuerdo del hipnótico, geométrico, limpio y hasta psicodélico logotipo de las olimpiadas con la sintética frase “México 68”. El lema no se me ha olvidado: “Todo es posible en la paz”. El afortunado diseño gráfico se reprodujo miles de veces en toda la ciudad, en los uniformes de las edecanes olímpicas y una gran cantidad de objetos destinados a la memorabilia, como vasos, ceniceros, tarjetas, folletos y un largo etcétera.

Me acuerdo que mi prima Vina Ramírez Salcedo, llegó desde Estados Unidos a casa para asistir a los distintos eventos deportivos. En un paseo en automóvil, le dijo a mi mamá con gran emoción “tía, tía, ahí están los aletas” y mi madre, desconcertada, le preguntó: “¿aletas?, ¿de qué me hablas?” y la reprendió por no hablar correctamente el español.

Me acuerdo de que además de llevarnos a las competencias, íbamos en peregrinación hasta la Villa Olímpica para participar en los tours para conocer a los atletas que se prestaban a ello. Yo me dedicaba a intercambiar pines –escuditos les decíamos— que iba colocando en un sombrero y guardé durante años unos apestosos tenis que pertenecieron a un maratonista keniano. Mi prima tuvo mejor gusto: se ligó a un boxeador argentino.

Me acuerdo de que en las Olimpiadas del 68 nació mi gusto por la equitación, deporte que practiqué durante la secundaria. En mi vida de ese entonces no había nada más importante que el salto a caballo. Mi madre consideró que yo era muy joven para decidir dedicarme a la equitación y me conminó a terminar mis estudios para tomar una decisión de esa naturaleza. Muchos años viví con el trauma de no poder dedicarme a lo que, en el fondo, anhelaba. Después de vejez, viruelas: años después, regresé, por terca, terca y terca, a la equitación a los veintitantos años; tuve un accidente del que felizmente pude recuperarme, pero cada que me acercaba a un caballo producía tal cantidad de adrenalina que los encabritaba. Así acabaron mis andanzas como caballista.

Me acuerdo de que las Olimpiadas Culturales de México fueron espectaculares y que cumplieron sobradamente el cometido de mostrar que la riqueza cultural mexicana iba mucho más allá de los sombreros de charro y los sarapes. Aunque ya había asistido a algunos eventos artísticos y culturales, debo al concierto del francés Maurice Chevalier mi primera asistencia a la sala de conciertos del Palacio de Bellas Artes.

Me acuerdo de que un año después, en 1969, en el cine Latino vi la película documental Olimpiada en México del nadador olímpico convertido en cineasta Alberto ‘El Güero’ Isaac, una proeza fílmica para su tiempo.

Me acuerdo de que la gimnasta checa Vera Caslavska nos robó el corazón al convertirse en la “novia de México cuando contrajo matrimonio con el atleta Josef Odiozil en una ceremonia multitudinaria realizada en la Catedral Metropolitana, un día antes de la clausura de los Juegos Olímpicos.

Ay, se me acaba el espacio y me quedan en el tintero otros 300 “me acuerdo”.

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