Libre en el Sur

Y me encontré de nuevo

Simplemente con que la pesa apuntara al número deseado, mi mente caminaba por la pasarela del mejor desfile de modas. 

POR MARIANA LEÑERO

No recuerdo que hubiera un día que no me preocupara por mi peso. Ya sea cuando había logrado mi cometido  o cuando las lonjitas  y la papada se apoderaban de mi cuerpo.  Las veces que  alcancé el peso deseado, me invadía un orgullo desmedido. Orgullo que era alimentado por el espejo, por mi ropa pero especialmente por los amigos. Las felicitaciones, semejantes a como si hubiera escalado el Everest, alimentaban mi vanidad.  No más pan, no más dulce, poco queso. Prohibido las frituritas de maíz, un buen vaso de tequila, los cacahuetes, la pasta. Privación de la comida sabrosa que compartes con los amigos en una buena cena.

Cuando mi cuerpo cumplía con la imagen que era aprobada por mis expectativas, cuando mis músculos tomaban forma, mi vientre estaba suficientemente plano y mi pecho se reducía notablemente, la seguridad que anteriormente había perdido me visitaba. Feliz me inclinaba, como en las Olimpiadas,  a recibir  la soñada medalla de aprobación.   No quiere decir que bajar de peso me convertía en una modelo como las de Victoria Secret, soy consciente de que mi cuerpo nunca llegará a tal dimensión, pero simplemente con que la pesa apuntara al número deseado, mi mente caminaba por la pasarela del mejor desfile de modas.                                                 

Correr, nadar, hacer pesas, largas caminatas,  no faltar a ninguna clase de spinning,  ocupaban la mitad o si no más de la mitad  de mi día. Y si bien son actividades que me causan gran placer, abusé de ellas. Hacer ejercicio consumía el tiempo preciado que se puede utilizar para leer, pintar, estar con los amigos, disfrutar de una buena cena. 

Cuando uno sube de peso, el dialogo con las amigas cobra un valor distinto. Amigas esbeltas o llenitas que padecen la misma enfermedad.  El tema del peso y de las dietas contamina las valiosas conversaciones ocupando un lugar que solo nos hace perder el tiempo. 

La preocupación de llegar al peso ideal, o según para mí,  es uno de los peores sentimientos que he experimentado en mi vida. Este padecimiento me tiene hasta la madre.  Negar, prohibir, odiar a la Mariana que la vida me regaló. Ahí eternamente inconforme, llena de aspiraciones falsas secándome el corazón.                                                   

Estoy cansada de pelearme y de dar la espalda a quien verdaderamente soy. De treparme una y otra vez en  la montaña rusa del subir y bajar. Estoy cansada de negar mi cuerpo que está vivo, sano. Desaprobar  mis piernas que me sostienen, mi rostro que sonríe, mis brazos que me permiten acoger a quienes más quiero.                                   

Por más de un año llegué a mi peso ideal, aunque confieso que nunca era suficiente. Logré mantenerme en la rutina y  alimentar mi presunción.  Sin embargo un día  mis hijas llegaron con un regalo.  El tiempo que las alimenté de preocupaciones sobre esta maldita enfermedad me lo regresaron con una nueva mirada. Mirada de aprobación no solo hacia mi cuerpo sino al suyo. Me invitaron a comer pasta, pan  y disfrutar con ellas un buen helado viendo la televisión.  Hoy son ellas las que insisten en sanarme, como cuando las consolé y limpié sus lágrimas.  

No quiere decir que en la sociedad que vivimos esta enfermedad ha desaparecido, inclusive se ha incrementado con ayuda de las redes sociales pero ha sido lo contrario con mis hijas.  Hablar de peso con ellas es obsoleto.

Es por Regina y Sofía que escribo mi texto en pasado. Mi presente está ansioso de optar por una mirada amorosa  a mi cuerpo y  a mí misma. A no darme la espalda y encontrarme de nuevo y dejar de elegir el camino equivocado.

Aun no estoy curada,  ha sido mucho el tiempo en la que padezco de esta enfermedad pero ahora tengo unas sabias maestras que me invitan a elegir otro camino para encontrarme  de nuevo.

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